Mirando al firmamento
"Todos los hombres tienen por naturaleza el deseo de saber". Con estas palabras se inicia el libro primero de la Metafísica de
Aristóteles, quien se inspiraría seguramente mirando a las estrellas en
las noches luminosas que abundan en lo que hoy llamamos Grecia. Yo
también me he puesto a observar estrellas en una noche de verano, entre
las pocas que se ven en nuestro firmamento vasco. Y pensaba sobre el
hecho de que puede llevar muerta cientos de años dada la distancia que
existe con estos astros luminosos. Podemos captar la luz de estrellas
que están a millones de años luz de la Tierra. Imbuido en estas
reflexiones sentí la grandeza del universo desde la pequeñez humana
hasta interiorizar que la clave de la felicidad es la verdadera
humildad, la única fuente de la que mana la capacidad de asombro.
Curiosamente, y a pesar de que la humildad es fácil de denigrar
(actitud propia de gente débil, etc.), nadie insulta ni desprecia a otro
llamándole "humilde". A lo sumo, se tolera como eufemismo pero no como
algo degradante, quizá porque todos sabemos que tras la humildad se
esconde la verdadera grandeza. Aunque nuestras limitaciones la proyecten
como virtud inalcanzable.
Una persona humilde no se siente auto-suficiente; sus códigos de
conducta están alejados de los de la propia conveniencia egoísta. El
problema radica en la necesidad de conocernos mejor para acertar más y
esto es algo que, en la sociedad superficial de hoy en día, se da por
amortizado, no es necesario en el corto plazo que reclama nuestra
cultura consumista. La humildad, en cambio, nos predispone a cuestionar
aquello que hasta ahora habíamos dado por cierto, incluida la percepción
de las estrellas. Y no se deja manipular como muestra la paradoja de
que, cuando se descubre la humildad intencionadamente, se corrompe y
desaparece; ya no es modestia. La coletilla “en mi humilde opinión” no
es más que nuestro orgullo disfrazado que choca con la máxima de esta
virtud: no se predica, se practica.
Merece la pena aprovechar alguna de las noches veraniegas que quedan
para contemplar el cielo mientras sentimos admiración ante una creación
asombrosa que al mostrarnos nuestra pequeñez puede hacernos más grandes
por dentro. La mariposa recordará siempre que fue gusano, recordaba
Mario Benedetti; la mariposa no lo recordaba para desvalorizarse sino
porque quería sentir el gozo de reafirmarse en la maravilla que supone
la transformación cuando trabajamos humildemente por ella.
El cosmos nos puede hacer humildes ante su infinitud de dimensiones
inabarcables para la mente humana. Es algo que no podemos contenerlo
mentalmente porque la realidad supera nuestra capacidad, desborda
nuestro entendimiento y cualquier atisbo de control sobre lo que casi ni
imaginamos que existe.
No estamos en un cosmos inmutable que cabe en nuestra realidad
minúscula, sino en una especie de cosmogénesis o inmensa secuencia de
eventos interconectados en el desarrollo del universo cuyas magnitudes
aconsejan humildad: Leo que se llevan contabilizadas 80.000 millones de
galaxias. Y cada una de ellas, alberga cientos de miles de millones de
soles como el nuestro en los que, a su vez, cabrían un millón de
planetas como el nuestro. Cuando podemos ver una estrella como un lejano
puntito, tenemos que imaginarnos su enorme tamaño para verlas a simple
vista. Hay que tener en cuenta que una distancia normal entre dos
estrellas es de diez años luz, unos cien millones de kilómetros...
¡entre dos estrellas!
Solo en la oscuridad puedes ver las estrellas, decía Martin Luther
King, y cuando despojamos a la frase de su sentido metafórico profundo,
puede ayudar a ponernos en situación ante lo que nos permite la vista y
alcanza la imaginación: en la medida que reconocemos lo poco que somos y
podemos, eso que facilita nuestro deseo de buscar más; no es necesario
utilizar la arrogancia. La historia, una vez más, nos cuenta las
consecuencias cuando optamos por la dirección contraria.
Gabriel Mª Otalora. Publicado en Fe Adulta
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