Santa hospitalidad

Las lecturas de hoy nos cuentan las historias de dos comidas muy diferentes, reflejando ambas el sacramento de la mesa. El padre Abraham aparece en la primera como el huésped que no escatima absolutamente nada, incluido el trabajo de su mujer, para dar la bienvenida a sus invitados.

No hay ningún conflicto aparentemente en la escena. Abraham, aunque sorprendido por la llegada de
visitantes desconocidos, inmediatamente les hace saber que pueden quedarse en su casa. Invitarles a lavarse los pies era la forma en aquella cultura de decirles "Quédense. Mi casa es su casa".

Abraham a continuación implica a todo el mundo en preparar un banquete tal que sirva a cientos de personas; el menú incluye casi ochenta libras de pan y hasta setecientas libras de carne. (¿Qué haría con las sobras? Siendo quien era, probablemente invitó a sus sirvientes y a los vecinos a disfrutar del exceso y a reir con él ante el anuncio de que él y Sara por fin iban a tener un hijo).

La historia de Abrahan nos recuerda que nunca sabemos de qué forma va a aparecer Dios en nuestro barrio. Suerte que no vivía en una comunidad vallada en la que los vigilantes de seguridad impidiesen el acceso a los forasteros. No, los siervos de Abraham tenían encomendada la hospitalidad más que la seguridad.

En la otra historia de la mesa de hoy, Lucas nos lleva a la casa de Marta y María. Aquí no hay ningún hombre de la casa y aparentemente no hay criados. Marta está al cargo. Lo hace todo: invita, hace los preparativos y sirve -una serie de tareas que la abruman tanto que le dice a Jesús que se ponga de su parte y obligue a María a ayudarla-.

Aquí, la pobre Marta comete dos grandes errores, sin contar el desobedecer el tabú cultural que prohibía a una mujer sin vigilancia invitar a un hombre a su casa. (En el Evangelio de Lucas, eso no es más problema que el que María se siente a los pies de Jesús como discípula).

El principal error de Marta fue dejar que el menú primara sobre el encuentro. Es plenamente
comprensible que se sintiese entusiasmada por recibir a Jesús como invitado, pero malinterpretó la razón por la que Él aceptó su invitación. Aunque con la mejor de las intenciones, Marta estaba haciendo un show, demostrando su respeto sirviendo bien, incluso aunque la comida eclipsara al invitado. Con toda su generosidad y su trabajo duro, al final importaba poco quien estaba allí porque ella se centraba en la comida.

Entre tanto María, que parece bastante versada en ignorar las quejas de su hermana, simplemente se sentó y escuchó a Jesús.

El segundo error de Marta fue intentar que Jesús la diera la razón. Debería haber sabido mejor que no podía conseguir que la reivindicara. Nadie intentó manipular a Jesús y salió bien parado.

Jesús la respondió como hizo con otros discípulos novatos. En efecto, la dijo: "No estás lejos del Reino... pero tampoco estás en él".

A diferencia de Abraham, que permaneció con sus invitados mientras comían, o de María, que eligió escuchar a Jesús en vez de centrarse en una comida, Marta dejó que la agitación de la cocina cancelase la emoción que procede de estar en la presencia de Jesús, y así se lo dijo Él.

¿Qué tenemos que hacer hoy con esas lecturas? Ante todo, son un recordatorio de que debemos estar plenamente presentes y generosos ante el que se cruce en nuestro camino. Abraham nos muestra que la acogida que ofrecemos al extranjero es la acogida que ofrecemos a Dios. Marta probablemente nos diría que ha aprendido que el servicio que no es intensamente personal pierde el sentido.

Nuestras comidas pueden ser verdaderos sacramentos -signos y experiencias de Dios con nosotros- cuando nos damos plenamente y recibimos abiertamente al otro. Sea en la liturgia, en el comedor de casa o en un bar, con o sin conflicto, la cuidadosa atención por el otro es lo que convierte al encuentro con el otro en un encuentro con Dios.

Dentro y fuera del templo, partir juntos el pan puede ser una experiencia de comunión. Podremos discutir, pero debemos estar seguros de que realmente estamos juntos. Jesús nos enseñó a poner en primera línea la presencia real.

Por Mary Mc Glone, traducido del National Catholic Reporter

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