Con entrañas de misericordia
La parábola es clara y directa y el mensaje final no puede ser más contundente: “Vete y haz tú lo mismo”. La
intención de Jesús no es la de dividir el mundo en “buenos y malos”,
como quizás nosotros tendemos a hacer al leer el texto. Tanto el
sacerdote como el levita tendrían mil razones para no acercarse a un
moribundo. Seguro. Los temas de pureza, rituales, obligaciones de aquel
tiempo… ya los conocemos. No podemos juzgar desde nuestros criterios
actuales, aunque sí podemos comprender perfectamente que Jesús pone como
ejemplo a una persona rechazada y odiada en su sociedad: a un samaritano.
No hay duda de que, para aquellos que escucharan a Jesús, esto sería
algo provocativo y, sin duda, trastocaría sus esquemas. Si nosotros
cambiamos ese término por algún otro, seguro que también nos remueve por
dentro.
Pero, más allá de fijarnos en quiénes eran “los que pasaban” y de
darnos cuenta de cómo Jesús va a señalar que el que más se parece a su
Abbá es una persona considerada enemiga, podemos percibir en Él el deseo
de dejar algo claro: no hay letra pequeña en su único mandamiento. En la única y principal ley: “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón […] y al prójimo como a ti mismo”, no hay límites ni excepciones.
“Al prójimo como a ti mismo”. ¿Qué parte de esta frase no
llegamos a entender? Si lo que sucede es que aún hay dudas de cuál es el
prójimo, Jesús lo aclara en su parábola. El prójimo son todos los seres
humanos, pero especialmente quienes han caído por el camino, quienes
están tirados por los suelos, quienes han sido golpeados de un modo u
otro por la vida… No hace falta más que salir un poco de nosotros mismos
para ver que el prójimo está a nuestro lado. Lo podemos ver cada día en
casa, o al salir a la calle, o al pasar las páginas de un periódico...
Justamente por ser una parábola tan conocida, conviene estar atentos
para no perderse ningún detalle. Cada uno de los que pasan por el
camino, ven al hombre tirado. No hay modo de negar lo
evidente. Me viene al corazón lo que me contaba hace años mi amigo
Antonio. Antonio fue diagnosticado a los 15 años de esclerosis múltiple.
Cuando apenas rondaba los 20 ya necesitaba de muletas para caminar y lo
hacía con gran inestabilidad. Un día, yendo hacia su trabajo (trajeado y
arreglado), se cayó y su muleta se escurrió lejos de él. No encontraba
forma de levantarse por sí mismo y suplicaba ayuda. Antonio me narró que
la angustia que experimentó no fue tanto por el hecho de caerse, sino
porque a su alrededor pasaba la gente, lo veían, pero
seguían camino pensando que estaba borracho o drogado. Debió pasar
bastante tiempo hasta que alguien se acercara o, al menos, a él se le
hizo eterno.
Efectivamente, en el camino pasamos al lado de muchos prójimos y los vemos. Pero seguimos de
largo. La cuestión fundamental, bien lo sabemos ya, está no sólo en ver, sino en dejarse afectar o no por lo que estamos viendo. Esa fue la clave del samaritano. Que también llegó, lo vio… y sintió lástima. Se dejó afectar. Sintió compasión y actuó implicando su tiempo, sus bienes y su dinero. Implicando su vida.
Dice Hebreos que “la palabra de Dios es viva, eficaz y más
cortante que una espada de dos filos: penetra hasta la división del alma
y del espíritu, hasta las coyunturas y tuétanos, y discierne los
pensamientos y las intenciones del corazón” (Heb 4,12). Ciertamente, leyendo la parábola del buen samaritano, podemos sentir que la Palabra de Dios es viva y cortante. No puede ser más actual. No puede ser más inquietante.
Ojalá la dejemos ser eficaz y alumbre así nuestro presente para que, cada uno de nosotros, mujeres y hombres creyentes, posibilitemos un futuro diferente.
Por Inma Eibe. Publicado en Fe Adulta
Comentarios
Publicar un comentario