Blog oficial del grupo de adolescentes y jóvenes de la parroquia de Santa María de Illescas
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El Señor nos ha elegido, amado, llamado y perdonado
«Reconstruirán sobre ruinas antiguas [...] renovarán ciudades
devastadas» (Is 61,4). En estos lugares, queridos hermanos y hermanas,
podemos decir que se han cumplido las palabras del profeta Isaías que
hemos escuchado. Después de la terrible devastación del terremoto,
estamos hoy aquí para dar gracias a Dios por todo lo que ha sido
reconstruido. Pero también podríamos preguntarnos: ¿Qué es lo que el
Señor quiere que construyamos hoy en la vida?, y ante todo: ¿Sobre qué
cimiento quiere que construyamos nuestras vidas? Quisiera responder a
estas preguntas proponiendo tres bases estables sobre las que edificar y
reconstruir incansablemente la vida cristiana.
La primera base es la
memoria. Una gracia que tenemos que pedir es la de saber recuperar la
memoria, la memoria de lo que el Señor ha hecho en nosotros y por
nosotros: recordar que, como dice el Evangelio de hoy, Él no nos ha
olvidado, sino que se «acuerda» (cf. Lc 1) de nosotros: nos ha
elegido, amado, llamado y perdonado; hay momentos importantes de nuestra
historia personal de amor con Él que debemos reavivar con la mente y el
corazón. Pero hay también otra memoria que se ha de custodiar: la
memoria del pueblo. Los pueblos, en efecto, tienen una memoria, como las
personas. Y la memoria de vuestro pueblo es muy antigua y valiosa. En
vuestras voces resuenan la de los santos sabios del pasado; en vuestras
palabras se oye el eco del que ha creado vuestro alfabeto con el fin de
anunciar la Palabra de Dios; en vuestros cantos se mezclan los llantos y
las alegrías de vuestra historia. Pensando en todo esto, podéis
reconocer sin duda la presencia de Dios: Él no os ha dejado solos.
Incluso en medio de tremendas dificultades, podríamos decir con el
Evangelio de hoy que el Señor ha visitado a su pueblo (cf. Lc 1): se
ha acordado de vuestra fidelidad al Evangelio, de las primicias de
vuestra fe, de todos los que han dado testimonio, aun a costa de la
sangre, de que el amor de Dios vale más que la vida (cf. Sal 63,4). Qué
bueno es recordar con gratitud que la fe cristiana se ha convertido en
el aliento de vuestro pueblo y el corazón de su memoria.
La fe es
también la esperanza para vuestro futuro, la luz en el camino de la
vida, y es la segunda base de la que quisiera hablaros. Existe siempre
un peligro que puede ensombrecer la luz de la fe: es la tentación de
considerarla como algo del pasado, como algo importante, pero
perteneciente a otra época, como si la fe fuera un libro miniado para
conservar en un museo. Sin embargo, si se la relega a los anales de la
historia, la fe pierde su fuerza transformadora, su intensa belleza, su
apertura positiva a todos. La fe, en cambio, nace y renace en el
encuentro vivificante con Jesús, en la experiencia de su misericordia
que ilumina todas las situaciones de la vida. Es bueno que revivamos
todos los días este encuentro vivo con el Señor. Nos vendrá bien leer la
Palabra de Dios y abrirnos a su amor en el silencio de la oración. Nos
vendrá bien dejar que el encuentro con la ternura del Señor ilumine el
corazón de alegría: una alegría más fuerte que la tristeza, una alegría
que resiste incluso ante el dolor, transformándose en paz. Todo esto
renueva la vida, que se vuelva libre y dócil a las sorpresas, lista y
disponible para el Señor y para los demás. También puede suceder que
Jesús llame para seguirlo más de cerca, para entregar la vida por Él y
por los hermanos: cuando os invite, especialmente a vosotros jóvenes, no
tengáis miedo, dadle vuestro «sí». Él nos conoce, nos ama de verdad, y
desea liberar nuestro corazón del peso del miedo y del orgullo.
Dejándole entrar, seremos capaces de irradiar amor. De esta manera,
podréis dar continuación a vuestra gran historia de evangelización, que
la Iglesia y el mundo necesitan en esta época difícil, pero que es
también tiempo de misericordia.
La tercera base, después de la memoria y de la fe, es el amor
misericordioso: la vida del discípulo de Jesús se basa en esta roca, la
roca del amor recibido de Dios y ofrecido al prójimo. El rostro de la
Iglesia se rejuvenece y se vuelve atractivo viviendo la caridad. El amor
concreto es la tarjeta de visita del cristiano: otras formas de
presentarse son engañosas e incluso inútiles, porque todos conocerán que
somos sus discípulos si nos amamos unos a otros (cf. Jn 13,35). Estamos
llamados ante todo a construir y reconstruir, sin desfallecer, caminos
de comunión, a construir puentes de unión y superar las barreras que
separan. Que los creyentes den siempre ejemplo, colaborando entre ellos
con respeto mutuo y con diálogo, a sabiendas de que «la única
competición posible entre los discípulos del Señor es buscar quién es
capaz de ofrecer el amor más grande» (Juan Pablo II, Homilía, 27
septiembre 2001).
El profeta Isaías, en la primera lectura, nos ha
recordado que el espíritu del Señor está siempre con el que lleva la
buena noticia a los pobres, cura los corazones desgarrados y consuela a
los afligidos (cf. 61,1-2). Dios habita en el corazón del que ama; Dios
habita donde se ama, especialmente donde se atiende, con fuerza y
compasión, a los débiles y a los pobres. Hay mucha necesidad de esto: se
necesitan cristianos que no se dejen abatir por el cansancio y no se
desanimen ante la adversidad, sino que estén disponibles y abiertos,
dispuestos a servir; se necesitan hombres de buena voluntad, que con
hechos y no sólo con palabras ayuden a los hermanos y hermanas en
dificultad; se necesitan sociedades más justas, en las que cada uno
tenga una vida digna y ante todo un trabajo justamente retribuido.
Tal
vez podríamos preguntarnos: ¿Cómo se puede ser misericordiosos con
todos los defectos y miserias que cada uno ve dentro de sí y a su
alrededor? Quiero fijarme en el ejemplo concreto de un gran heraldo de
la misericordia divina, cuya figura he querido resaltar declarándolo
Doctor de la Iglesia universal: san Gregorio de Narek, palabra y voz de
Armenia. Nadie como él ha sabido penetrar en el abismo de miseria que
puede anidar en el corazón humano. Sin embargo, él ha puesto siempre en
relación las miserias humanas con la misericordia de Dios, elevando una
súplica insistente hecha de lágrimas y confianza en el Señor, «dador de
los dones, bondad por naturaleza [...], voz de consolación, noticia de
consuelo, impulso de gozo, [...] ternura inigualable, misericordia
desbordante, [...] beso salvífico» (Libro de las Lamentaciones, 3,1),
con la seguridad de que «la luz de [su] misericordia nunca será
oscurecida por las tinieblas de la rabia» (ibíd., 16,1). Gregorio de
Narek es un maestro de vida, porque nos enseña que lo más importante es
reconocerse necesitados de misericordia y después, frente a la miseria y
las heridas que vemos, no encerrarnos en nosotros mismos, sino abrirnos
con sinceridad y confianza al Señor, «Dios cercano, ternura de bondad»
(ibíd., 17,2), «lleno de amor por el hombre, [...] fuego que consume los
abrojos del pecado» (ibíd., 16,2).
Por último, me gustaría invocar
con sus palabras la misericordia divina y el don de no cansarse nunca de
amar: Espíritu Santo, «poderoso protector, intercesor y pacificador, te
dirigimos nuestras súplicas [...] Concédenos la gracia de animarnos a
la caridad y a las buenas obras [...] Espíritu de mansedumbre, de
compasión, de amor al hombre y de misericordia, [...] tú que eres todo
misericordia, [...] ten piedad de nosotros, Señor Dios nuestro, según tu
gran misericordia» (Himno de Pentecostés).
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