El regalo de ser perdonados

Una de las ramificaciones más importantes de la cruxifición es que Cristo no murió a causa de cometer violencia, sino en lugar de salvarse mediante la violencia.

Estoy entre los primeros en rechazar la violencia de las armas y de la guerra.

Pero, por supuesto, hay más formas de cometer violencia que las armas. Esta la violencia del orgullo, de la ira, de la autocompasión. Esta la violencia de, digamos, el adulterio.

De hecho, mi primer indicio del cuerpo místico llegó cuando abandoné el alcoholismo en 1987 e hice un inventario moral de mi vida en los bares. Fue entonces cuando por primera vez me dí cuenta que cada vez que me había acostado con un hombre casado, eso había afectado a su mujer, tanto si llegó a saberlo como si no. Que, si tenía hijos, les había afectado, llegasen a saberlo o no. Que había afectado al hombre y de alguna manera a todo el que haya entrado en contacto con él.

Más tarde llegó el reconocimiento desgarrador de la violencia terrible, el dolor y las lágrimas ante la destructora humana del aborto. Vendrían años de cargar con las heridas de mis tres abortos en silencio. Entonces me dí cuenta de cómo la violencia que había infligido a mis hijos no nacidos y a mí misma se filtraba en todas mis relaciones humanas: en una tendencia a dominar por un lado, y a ser extremadamente dependiente por el otro, una tendencia obsesiva hacia cierta forma de codicia.

Por eso ser puestos de rodillas por nuestra debilidad y por nuestros pecados es un regalo tan grande. Nadie es más fiel ni está mas agradecido que el criminal que ha sido bienvenido de vuelta a la mesa del banquete. Nadie tiene mayor deseo de caminar sin armas por el mundo.

"Ellos" podrán matarte -mataron a Cristo- pero al ser perdonados, y al perdonarnos a nosotros mismos, somos liberados de las ataduras del miedo. Somos liberados para vivir el resto de nuestros días en el amor. Somos libres para responder a la llamada de Cristo de ser constructores de la paz.

Viajar sin seguridad es una locura a los ojos de este mundo. Pero "Mi Reino no es de este mundo", dijo Cristo, quien anduvo sin protección entre criminales de todo tipo. 

Si realmente quiero construir la paz, tengo que regresar una y otra vez a la terrible violencia que yo misma he cometido. Estoy llamada a un constante examen de conciencia, a la penitencia, al sacrificio.

Esa es una de las razones por las que, durante años, he estado acudiendo una vez al mes con algunos compañeros ex alcohólicos a una prisión de la zona de Los Ángeles.

Una noche especialmente es remarcable. Como siempre, no podíamos llevar nada salvo nuestros DNIs y las llaves de nuestros coches. Como siempre, tuvimos que esperar a que un escolta nos acompañase a nuestro punto asignado. Como siempre, tuvimos que caminar por salas laberínticas, atravesar puertas de acero reforzado y pasar frente a algunos internos a los que se les había ordenado que permaneciesen cabeza contra la pared con sus manos unidas a la espalda. Como siempre, el aire quedaba contaminado por el olor de la mala comida, los cuerpos sin lavar y el miedo.

Sin embargo, las llamadas de megafonía no fueron aquella noche tan fuertes que tuviésemos literalmente que chillar, como suele ser el caso. Los presos prestaban atención, lo que, dado que muchos de ellos están mentalmente enfermos y/o altamente medicados, también era excepcional.

Contamos nuestras historias. Los hombres tuvieron la oportunidad de formular preguntas.

Un hombre ojeroso con rastas y al que le faltaba un diente dijo "Maté a una persona en un accidente de tráfico mientras estaba borracho".

Un agitado casi niño dijo "No me considero un adicto. Simplemente tomo decisiones realmente malas cuando estoy drogado".

Como de costumbre, los internos nos dieron mucho más de lo que les dimos nosotros. Como siempre, los que veníamos de visita y los que tenían que quedarse conectamos de esa manera única en la que sólo pueden conectar quienes han sobrevivido al naufragio del alcoholismo.

En la prisión, no se nos permitía dar la mano o chocarla o de ninguna otra manera tocar a los internos, no fuéramos a intentar pasarles contrabando. Así que en el momento de la oración final, les pedimos disculpas y les dijimos que podían unirse de cualquier otra manera que gustasen. Entonces los tres que habíamos venido de fuera unimos nuestras manos y formamos un estrecho círculo.

"Padre Nuestro, que estás en el cielo", comenzamos.

Esperaba que los internos permaneciesen solos y separados, que es lo habitual, o que como mucho formasen su propio círculo al margen de nosotros. En cambio, sin intercambiar una palabra, en silencio instintivamente se unieron, juntaron las manos y, como una red de ángeles guardianes, formaron su propio círculo más grande con nosotros en el centro.

Fuera del círculo quedaban guardias armados, ventanas a prueba de balas, puertas metálicas, alambres, helicópteros, perros guardianes, cámaras de seguridad. Pero la verdadera seguridad, el auténtico poder, estaba dentro.

"No nos dejes caer en la tentación" rezamos nosotros y los delincuentes "y líbranos del mal".

Rodeada de delincuentes sexuales, drogadictos y ladrones, nunca me he sentido más segura en toda mi vida.

Por Heather King. Traducido del National Catholic Reporter

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