Para alcanzar la unidad, volved al Ángelus

Divisiones. Disparidades. Enfrentamientos: entre ricos y pobres, entre razas y religiones, entre los
que tienen y los que no, entre aquellos cuya esperanza de vida está aumentando y aquellos que la están disminuyendo, entre los educados y los ignorantes.

Es un sollozo que se escucha cada vez en cada discusión y en cada debate. Lo escucho en mi mesa cuando se juntan mis amigos y mi familia. Estas continuas discusiones me han llevado a pensar, a pensar sobre tradiciones significativas para cada católico y a preguntarme cómo las antiguas prácticas de la Iglesia podrían constituir una manera refrescante de tender puentes entre las rupturas, tantas y tan profundas.

Mira a la oración diaria de la Iglesia. Volvamos como una práctica común al ángelus del mediodía, la breve oración de la Iglesia a las doce de la mañana. Es una oración simple, una proclamación de la encarnación, de Dios que al hacerse hombre santifica a todos los seres humanos.

El Ángelus viene de un tiempo en el que la mayor parte de la población trabajaba en el campo como bestias de carga. Trabajaban muy duro y pasaban hambre, estabán sujetos a la lluvia y al frío, al calor y a la nieve. Pero durante unos breves momentos, tras el toque de campanas, paraban, dejaban sus aperos, se levantaban y rezaban juntos, como hombres y mujeres libres.

Rezaban la misma oración que el rey en su castillo o la reina en su trono. Los trabajadores, por bajo que fuese su estatus, recordaban su pertenencia primera y última, que no reside en su productividad, ni en las circunstancias de su nacimiento, sino en su condición de hijos de Dios.

Se unían en oración con los propietarios de la tierra que trabajaban. A los señores y señoras de alta alcurnia se les recordaba también una identidad que no depende de la riqueza, del nacimiento o de la clase, sino de la gracia. Era un tiempo para parar y recordar que los seres humanos no somos primariamente trabajadores, productores o consumidores, ni señores del comercio ni esclavos, sino hijos e hijas de Dios, cuyo verdadero valor viene de Aquel que nos ha creado y que nos ama.

Ahora represéntatelo, un país completo de católicos del siglo XXI rezando el ángelus a mediodía: el ejecutivo en su despacho de la oficina y la mujer indocumentada en el baño que limpia en un bar de carretera. El padre ya incapaz de trabajar en su silla de ruedas en una residencia. La madre que compatibiliza varios trabajos calculando cuanto queda en su tarjeta de crédito y preguntándose si puede marcharse del trabajo, recoger a los niños y todavía llegar a la tienda de alimentación antes de que cierre.

Todos nosotros, cualquiera que sean nuestras circunstancias sociales, físicas o económicas, haciendo una pausa para rezar juntos. Estamos unidos, somos uno, vinculados por lazos mucho más fuertes que la clase o la cultura. Y lo sabemos. Lo oímos. Lo vemos.

¿Qué pasaría si el hombre que llega a una oficina a repartir sandwiches se diese cuenta de que la mujer detrás de la mesa de recepción al mismo tiempo que él para decir "El ángel del Señor anunció a María..."? ¿Qué pasaría si parasen y rezasen juntos? ¿Qué pasaría si una ejecutiva parase en los baños de un bar de carretera y escuchase a la mujer que los limpia susurrando el ángelus con su escoba y su fregona? ¿Y entonces fuese a rezar con ella? 

La oración completa dura menos de tres minutos, lo ideal para un día ajetreado. Simplemente imagina la unidad que esos tres minutos podrían traer. Imagina a católicos de todo el país, cualquiera que fuese su clase o su condición, unidos, sabiendo que están juntos rezando la oración de la mañana y la oración de la tarde y la oración de la noche.

V.- El Ángel del Señor anunció a María.
R.- Y concibió por obra del Espíritu Santo.

Dios te salve, María...

V.- He aquí la esclava del Señor.
R.- Hágase en mí según Tu Palabra.

Dios te salve, María...

V.- Y la Palabra se hizo carne.
R.- Y habitó entre nosotros.

Dios te salve, María...

V.- Reza por nosotros, Santa Madre de Dios.
R.- Para que seamos dignos de las promesas de Cristo

Oremos:
Derrama, Señor, Tu gracia sobre nosotros, que, por el anuncio del Ángel, hemos conocido la encarnación de Tu Hijo, para que lleguemos, por su pasión y su cruz, y con la intercesión de la Virgen María, a la gloria de la resurrección.

Amén.

¿Cómo podría esa unidad de práctica transformar la manera en la que nos vemos los unos a los otros? ¿La manera como nos tratamos? ¿Actuamos y trabajamos con nuestros hermanos y hermanas en mente? ¿Es fácil despreciar a alguien con quien uno ha rezado? Esa persona tiene una cara y un nombre: hijo de Dios, hija de Dios, hermano de Cristo, hermana de Cristo.

¿Por qué siempre asumimos que la respuesta a los problemas que nos rodean es legislativa, judicial, económica o tecnológica? La mayor parte de las respuestas proceden de una cultura sana y de una comunidad fuerte. Tenemos prácticas fuertes y saludables. Es tiempo de volver a ellas.

Por Melissa Musick. Traducido del National Catholic Reporter

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