La alegría del amor (X)
El Concilio Vaticano II planteaba la necesidad
de «una positiva y prudente educación sexual» que llegue a los niños y
adolescentes «conforme avanza su edad» y «teniendo en cuenta el progreso
de la psicología, la pedagogía y la didáctica».
Deberíamos preguntarnos si nuestras instituciones educativas han
asumido este desafío. Es difícil pensar la educación sexual en una época
en que la sexualidad tiende a banalizarse y a empobrecerse. Sólo podría
entenderse en el marco de una educación para el amor, para la donación
mutua. De esa manera, el lenguaje de la sexualidad no se ve tristemente
empobrecido, sino iluminado. El impulso sexual puede ser cultivado en un
camino de autoconocimiento y en el desarrollo de una capacidad de
autodominio, que pueden ayudar a sacar a la luz capacidades preciosas de
gozo y de encuentro amoroso.
La educación sexual brinda información, pero
sin olvidar que los niños y los jóvenes no han alcanzado una madurez
plena. La información debe llegar en el momento apropiado y de una
manera adecuada a la etapa que viven. No sirve saturarlos de datos sin
el desarrollo de un sentido crítico ante una invasión de propuestas,
ante la pornografía descontrolada y la sobrecarga de estímulos que
pueden mutilar la sexualidad. Los jóvenes deben poder advertir que están
bombardeados por mensajes que no buscan su bien y su maduración. Hace
falta ayudarles a reconocer y a buscar las influencias positivas, al
mismo tiempo que toman distancia de todo lo que desfigura su capacidad
de amar. Igualmente, debemos aceptar que «la necesidad de un lenguaje
nuevo y más adecuado se presenta especialmente en el tiempo de presentar
a los niños y adolescentes el tema de la sexualidad».
Una educación sexual que cuide un sano pudor
tiene un valor inmenso, aunque hoy algunos consideren que es una
cuestión de otras épocas. Es una defensa natural de la persona que
resguarda su interioridad y evita ser convertida en un puro objeto. Sin
el pudor, podemos reducir el afecto y la sexualidad a obsesiones que nos
concentran sólo en la genitalidad, en morbosidades que desfiguran
nuestra capacidad de amar y en diversas formas de violencia sexual que
nos llevan a ser tratados de modo inhumano o a dañar a otros.
Con frecuencia la educación sexual se
concentra en la invitación a «cuidarse», procurando un «sexo seguro».
Esta expresión transmite una actitud negativa hacia la finalidad
procreativa natural de la sexualidad, como si un posible hijo fuera un
enemigo del cual hay que protegerse. Así se promueve la agresividad
narcisista en lugar de la acogida. Es irresponsable toda invitación a
los adolescentes a que jueguen con sus cuerpos y deseos, como si
tuvieran la madurez, los valores, el compromiso mutuo y los objetivos
propios del matrimonio. De ese modo se los alienta alegremente a
utilizar a otra persona como objeto de búsquedas compensatorias de
carencias o de grandes límites. Es importante más bien enseñarles un
camino en torno a las diversas expresiones del amor, al cuidado mutuo, a
la ternura respetuosa, a la comunicación rica de sentido. Porque todo
eso prepara para un don de sí íntegro y generoso que se expresará, luego
de un compromiso público, en la entrega de los cuerpos. La unión sexual
en el matrimonio aparecerá así como signo de un compromiso totalizante,
enriquecido por todo el camino previo.
No hay que engañar a los jóvenes llevándoles a
confundir los planos: la atracción «crea, por un momento, la ilusión de
la “unión”, pero, sin amor, tal unión deja a los desconocidos tan
separados como antes».
El lenguaje del cuerpo requiere el paciente aprendizaje que permite
interpretar y educar los propios deseos para entregarse de verdad.
Cuando se pretende entregar todo de golpe es posible que no se entregue
nada. Una cosa es comprender las fragilidades de la edad o sus
confusiones, y otra es alentar a los adolescentes a prolongar la
inmadurez de su forma de amar. Pero ¿quién habla hoy de estas cosas?
¿Quién es capaz de tomarse en serio a los jóvenes? ¿Quién les ayuda a
prepararse en serio para un amor grande y generoso? Se toma demasiado a
la ligera la educación sexual.
La educación sexual debería incluir también el
respeto y la valoración de la diferencia, que muestra a cada uno la
posibilidad de superar el encierro en los propios límites para abrirse a
la aceptación del otro. Más allá de las comprensibles dificultades que
cada uno pueda vivir, hay que ayudar a aceptar el propio cuerpo tal como
ha sido creado, porque «una lógica de dominio sobre el propio cuerpo se
transforma en una lógica a veces sutil de dominio sobre la creación
[...] También la valoración del propio cuerpo en su femineidad o
masculinidad es necesaria para reconocerse a sí mismo en el encuentro
con el diferente. De este modo es posible aceptar gozosamente el don
específico del otro o de la otra, obra del Dios creador, y enriquecerse
recíprocamente».
Sólo perdiéndole el miedo a la diferencia, uno puede terminar de
liberarse de la inmanencia del propio ser y del embeleso por sí mismo.
La educación sexual debe ayudar a aceptar el propio cuerpo, de manera
que la persona no pretenda «cancelar la diferencia sexual porque ya no
sabe confrontarse con la misma».
Tampoco se puede ignorar que en la
configuración del propio modo de ser, femenino o masculino, no confluyen
sólo factores biológicos o genéticos, sino múltiples elementos que
tienen que ver con el temperamento, la historia familiar, la cultura,
las experiencias vividas, la formación recibida, las influencias de
amigos, familiares y personas admiradas, y otras circunstancias
concretas que exigen un esfuerzo de adaptación. Es verdad que no podemos
separar lo que es masculino y femenino de la obra creada por Dios, que
es anterior a todas nuestras decisiones y experiencias, donde hay
elementos biológicos que es imposible ignorar. Pero también es verdad
que lo masculino y lo femenino no son algo rígido. Por eso es posible,
por ejemplo, que el modo de ser masculino del esposo pueda adaptarse de
manera flexible a la situación laboral de la esposa. Asumir tareas
domésticas o algunos aspectos de la crianza de los hijos no lo vuelven
menos masculino ni significan un fracaso, una claudicación o una
vergüenza. Hay que ayudar a los niños a aceptar con normalidad estos
sanos «intercambios», que no quitan dignidad alguna a la figura paterna.
La rigidez se convierte en una sobreactuación de lo masculino o
femenino, y no educa a los niños y jóvenes para la reciprocidad
encarnada en las condiciones reales del matrimonio. Esa rigidez, a su
vez, puede impedir el desarrollo de las capacidades de cada uno, hasta
el punto de llevar a considerar como poco masculino dedicarse al arte o a
la danza y poco femenino desarrollar alguna tarea de conducción. Esto
gracias a Dios ha cambiado, pero en algunos lugares ciertas concepciones
inadecuadas siguen condicionando la legítima libertad y mutilando el
auténtico desarrollo de la identidad concreta de los hijos o de sus
potencialidades.
La educación de los hijos debe estar marcada
por un camino de transmisión de la fe, que se dificulta por el estilo de
vida actual, por los horarios de trabajo, por la complejidad del mundo
de hoy donde muchos llevan un ritmo frenético para poder sobrevivir.
Sin embargo, el hogar debe seguir siendo el lugar donde se enseñe a
percibir las razones y la hermosura de la fe, a rezar y a servir al
prójimo. Esto comienza en el bautismo, donde, como decía san Agustín,
las madres que llevan a sus hijos «cooperan con el parto santo».
Después comienza el camino del crecimiento de esa vida nueva. La fe es
don de Dios, recibido en el bautismo, y no es el resultado de una acción
humana, pero los padres son instrumentos de Dios para su maduración y
desarrollo. Entonces «es hermoso cuando las mamás enseñan a los hijos
pequeños a mandar un beso a Jesús o a la Virgen. ¡Cuánta ternura hay en
ello! En ese momento el corazón de los niños se convierte en espacio de
oración».
La transmisión de la fe supone que los padres vivan la experiencia real
de confiar en Dios, de buscarlo, de necesitarlo, porque sólo de ese
modo «una generación pondera tus obras a la otra, y le cuenta tus
hazañas» (Sal 144,4) y «el padre enseña a sus hijos Tu fidelidad» (Is
38,19). Esto requiere que imploremos la acción de Dios en los
corazones, allí donde no podemos llegar. El grano de mostaza, tan
pequeña semilla, se convierte en un gran arbusto (cf. Mt
13,31-32), y así reconocemos la desproporción entre la acción y su
efecto. Entonces sabemos que no somos dueños del don sino sus
administradores cuidadosos. Pero nuestro empeño creativo es una ofrenda
que nos permite colaborar con la iniciativa de Dios. Por ello, «han de
ser valorados los cónyuges, madres y padres, como sujetos activos de la
catequesis [...] Es de gran ayuda la catequesis familiar, como método
eficaz para formar a los jóvenes padres de familia y hacer que tomen
conciencia de su misión de evangelizadores de su propia familia».
La educación en la fe sabe adaptarse a cada
hijo, porque los recursos aprendidos o las recetas a veces no funcionan.
Los niños necesitan símbolos, gestos, narraciones. Los adolescentes
suelen entrar en crisis con la autoridad y con las normas, por lo cual
conviene estimular sus propias experiencias de fe y ofrecerles
testimonios luminosos que se impongan por su sola belleza. Los padres
que quieren acompañar la fe de sus hijos están atentos a sus cambios,
porque saben que la experiencia espiritual no se impone sino que se
propone a su libertad. Es fundamental que los hijos vean de una manera
concreta que para sus padres la oración es realmente importante. Por eso
los momentos de oración en familia y las expresiones de la piedad
popular pueden tener mayor fuerza evangelizadora que todas las
catequesis y que todos los discursos. Quiero expresar especialmente mi
gratitud a todas las madres que oran incesantemente, como lo hacía Santa
Mónica, por los hijos que se han alejado de Cristo.
El ejercicio de transmitir a los hijos la fe,
en el sentido de facilitar su expresión y crecimiento, ayuda a que la
familia se vuelva evangelizadora, y espontáneamente empiece a
transmitirla a todos los que se acercan a ella y aun fuera del propio
ámbito familiar. Los hijos que crecen en familias misioneras a menudo se
vuelven misioneros, si los padres saben vivir esta tarea de tal modo
que los demás les sientan cercanos y amigables, de manera que los hijos
crezcan en ese modo de relacionarse con el mundo, sin renunciar a su fe y
a sus convicciones. Recordemos que el mismo Jesús comía y bebía con los
pecadores (cf. Mc 2,16; Mt 11,19), podía detenerse a conversar con la samaritana (cf. Jn 4,7-26), y recibir de noche a Nicodemo (cf. Jn 3,1-21), se dejaba ungir sus pies por una mujer prostituta (cf. Lc 7,36-50), y se detenía a tocar a los enfermos (cf. Mc 1,40-45; 7,33). Lo
mismo hacían sus apóstoles, que no despreciaban a los demás, no estaban
recluidos en pequeños grupos de selectos, aislados de la vida de su
gente. Mientras las autoridades los acosaban, ellos gozaban de la
simpatía «de todo el pueblo» (Hch 2,47; cf. 4,21.33; 5,13).
«La familia se convierte en sujeto de la
acción pastoral mediante el anuncio explícito del Evangelio y el legado
de múltiples formas de testimonio, entre las cuales: la solidaridad con
los pobres, la apertura a la diversidad de las personas, la custodia de
la creación, la solidaridad moral y material hacia las otras familias,
sobre todo hacia las más necesitadas, el compromiso con la promoción del
bien común, incluso mediante la transformación de las estructuras
sociales injustas, a partir del territorio en el cual la familia vive,
practicando las obras de misericordia corporal y espiritual».
Esto debe situarse en el marco de la convicción más preciosa de los
cristianos: el amor del Padre que nos sostiene y nos promueve,
manifestado en la entrega total de Jesucristo, vivo entre nosotros, que
nos hace capaces de afrontar juntos todas las tormentas y todas las
etapas de la vida. También en el corazón de cada familia hay que hacer
resonar el kerygma, a tiempo y a destiempo, para que ilumine el
camino. Todos deberíamos ser capaces de decir, a partir de lo vivido en
nuestras familias: «Hemos conocido el amor que Dios nos tiene» (1 Jn
4,16). Sólo a partir de esta experiencia, la pastoral familiar podrá
lograr que las familias sean a la vez iglesias domésticas y fermento
evangelizador en la sociedad.
De la exhortación apostólica Amoris Laetitia del Papa Francisco
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