No quiero a ese Jesús del madero

“¡No puedo cantar, ni quiero / a ese Jesús del madero / sino al que anduvo en la mar!”. Son unos
versos de Antonio Machado que, consciente y sobre todo inconscientemente, muchos cristianos podríamos recitar con toda verdad. El Dios sufriente y crucificado no nos acaba de gustar. Preferimos al Dios poderoso, representado en la conocida escena de Jesús andando sobre las aguas. Andar sobre las aguas es manifestación de poder. Estar clavado en el madero es manifestación de debilidad. No nos gusta la debilidad. Preferimos identificarnos con el poder.

Y sin embargo…, el Dios que se revela en Jesús es un Dios sin duda poderoso, pero su poder resulta cuando menos paradójico: crucificado bajo el poder de Poncio Pilato. Jesucristo, confesado como Hijo de Dios, de la misma naturaleza de Dios, es crucificado por el poder del gobernador romano. ¡Extraño poder el de Dios! Este poder divino crucificado por el poder humano da mucho que pensar. Da que pensar en la naturaleza de uno y otro poder. El poder de Dios es el poder del amor. El poder humano es el poder de la fuerza bruta. Con una diferencia: el amor, aparentemente débil, resulta ser el más fuerte, y el poder de la fuerza siempre es limitado.

El Jesús del madero es el Jesús del amor. Allí se manifiesta no solo el poder de Dios, sino también la perfección de lo humano. Por eso, nosotros, si queremos participar de la naturaleza divina, tenemos que identificarnos con este amor que se manifiesta en Jesús crucificado. Identificarnos con un amor así no es estar a favor de los maderos, o de las cruces, sino a favor de los seres humanos. Y, por tanto, en contra de todas las cruces y maderos, productos del odio, de la mentira, de la venganza; cruces y maderos que deshumanizan a sus constructores.

Identificarnos con el amor divino, que se revela en la cruz de Cristo, es solidarizarnos con todos los crucificados de la tierra. Hoy crucifican las fronteras, las políticas que impiden el paso a inmigrantes que a duras penas escapan de la pobreza y del hambre (debido, entre otras cosas, a las armas que los gobiernos que no les reciben venden a sus países). Y muchas otras cosas. ¡Son tantas las cruces que construimos los seres humanos! Eso sí: también son muchos los crucificados que podemos desclavar. Y ahí sí tiene razón la copla que inspira los versos de Machado: “¿quién me presta una escalera, para subir al madero, para quitarle los clavos a Jesús el Nazareno?”.

Por Martín Gelabert. Publicado en dominicos.org

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