¿Cuánto te debo?

Seguro que alguna vez has oído, pensado o utilizado la expresión esa de «Ojo por ojo, diente por diente». Una de esas expresiones que te recordará a códigos de civilizaciones pasadas, pero cuyo sentido sigue muy vigente en muchas relaciones cotidianas. No es difícil encontrarla en su versión más negativa. Ya sabes, cuando se intenta devolver puntillosamente el mal y el sufrimiento a la persona que lo ha ocasionado. Pero sin duda es mucho más sutil cuando se adopta como criterio que regula y pone muros a la generosidad. Y así, se corre el peligro de convertir el amor en una ecuación matemática donde el resultado es un sucedáneo que nada tiene que ver con la bondad. Un mezquino cálculo que nada tiene que ver con el amor verdadero.

Las cadenas de la deuda

«Si hacéis el bien a los que os hacen el bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen. Si prestáis esperando cobrar, ¿qué mérito tenéis?» (Lc 6, 33-34)

¿A quién no le ha pasado alguna vez? Te encuentras en esa situación donde tu asistencia a una fiesta, la invitación a una boda, el regalo, la llamada o la visita pendiente, se ven condicionadas por saldar una deuda o devolver educadamente el gesto. Y te ves en un compromiso vacío de entusiasmo. Un devolver el favor. Un ignorar el sentido profundo de lo que puede ser una alegría compartida. Sí, es verdad, no es fácil.

Unos dicen que es cuestión de educación y otros que algo inevitable. Pero el riesgo es que te despiertes un día completamente encadenado a pequeñas deudas que vamos contrayendo y que fielmente cumplimos por el que no se diga de nosotros. Entonces, la razón de nuestra generosidad pasa a ser un igualar la contienda o un equilibrar la balanza con el otro. Sin más. Porque en el fondo a nadie le gusta deber nada a nadie.
 
El amor verdadero no se pesa

«Dad y os darán: recibiréis una medida generosa, apretada, remecida y rebosante» (Lc 7, 38)

Decía Calderón de la Barca: «Que cuando amor no es locura no es amor». Y es que dar paso a la lógica
divina del amor es una locura para cualquiera. Cuando leemos el evangelio con el corazón nos damos cuenta de que el amor de Dios no es cicatero. No se puede calcular. Ni se mide ni se pesa. La medida de la generosidad de Dios es tan desconcertante, abundante y tan difícil de imaginar como las estrellas del universo; tan difícil de medir como los granos de arena de una playa; tan sin fin como las gotas de un inmenso océano. Así, en el evangelio, el padre misericordioso no calculó el amor con el hijo pródigo. Lo derrochó. Y el que contrató a los jornaleros de la última hora y les dio el mismo salario que al resto, no reservó su extrema generosidad. Cuando somos capaces de liberarnos de las cadenas de una deuda y abandonamos nuestros precisos cálculos, permitimos que en nuestra vida entre un Amor que solo puede crecer. Siempre es más y no sabe de números. Tiende a infinito y brota a borbotones.

¿Te sueles ver midiendo y pesando tu amor, tu generosidad, tu bondad con los demás?


Publicado en Pastoral SJ

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