Déjense reconciliar con Dios
Homilía del Papa Francisco
La palabra de Dios al inicio del camino cuaresmal dirige a la
Iglesia y a cada uno de nosotros dos invitaciones. La primera es
aquella de San Pablo: "Déjense reconciliar con Dios", no es simplemente
un buen consejo paterno y mucho menos una sugerencia. Es una verdadera y
propia súplica en nombre de Cristo: "Les suplicamos en nombre de
Cristo: déjense reconciliar con Dios". ¿Por qué un llamamiento así tan
solemne y apasionado?
Porque Cristo sabe cuán frágiles y pecadores somos. Conoce la
debilidad de nuestro corazón, lo ve herido por el mal que hemos cometido
y sufrido, sabe cuánta necesidad tenemos del perdón, sabe que es
necesario que nos sintamos amados para realizar el bien. Solos no
podemos hacerlo, por esto el apóstol no nos dice que "hagamos cualquier
cosa", sino que nos dejemos reconciliar con Dios, permitirle que nos
perdone con confianza porque Dios es más grande que nuestro corazón. Él
vence el pecado y nos levanta de la miseria si nos confiamos a Él.
Está en nosotros reconocernos necesitados de misericordia: es el primer
paso del camino del cristiano; se trata de entrar a través de la
puerta abierta, que es Cristo, donde él nos espera, el salvador y nos
ofrece una vida nueva y alegre.
Puede haber algunos obstáculos que cierran las puertas del
corazón: está la tentación de blindar las puertas, o sea de convivir con
el propio pecado, minimizándolo, justificándonos siempre, pensando que
no somos peores que los demás, y de esta manera se bloquea la
cerradura del alma y permanecemos encerrados en nosotros mismos,
prisioneros del mal. Otro obstáculo es la vergüenza de abrir la puerta
secreta del corazón. La vergüenza, en realidad, es un buen síntoma
porque indica que queremos cortar con el mal. Sin embargo, no debe
jamás transformarse en temor o miedo.
Y existe una tercera insidia: aquella de alejarnos de la puerta.
Sucede cuando nos escondemos en nuestras miserias. Cuando rumeamos
continuamente relacionando entre ellas las cosas negativas hasta el
punto de hundirnos en el sótano más oscuro del alma. Entonces nos
convertimos en familiares de la tristeza que no queremos, nos
acobardamos y somos débiles frente a las tentaciones. Esto sucede porque
permanecemos solos en nosotros mismos, cerrándonos y huyendo de la luz.
Solamente la gracia del Señor nos libera. Dejémonos entonces
reconciliar escuchando a Jesús, que dice a quien está cansado y
oprimido: "Vengan a mí". No permanecer en sí mismo sino ir hacia Él.
Ahí existe la Paz y el descanso. En esta celebración están presentes
los Misioneros de la Misericordia para recibir el mandato de ser signos
e instrumentos del perdón de Dios. Queridos hermanos, puedan ayudar a
abrir las puertas del corazón y superar la vergüenza y no huir de la
luz. Que sus manos bendigan y levanten a los hermanos y a las hermanas
con paternidad. Que a través de ustedes la mirada y las manos del
Padre se posen sobre sus hijos y les curen las heridas.
Hay una segunda invitación de Dios que dice por medio del profeta
Joel: "Vuelvan a mí con todo el
corazón". Es necesario regresar porque
nos hemos alejado. Es el misterio del pecado. Nos hemos alejado de
Dios, de los demás y de nosotros mismos. No es difícil darse cuenta.
Todos sabemos cómo fatigamos para confiar verdaderamente en Dios.
Confiar en él como Padre, sin miedo. Es arduo amar a los demás, pero no
lo es pensar mal de ellos. Cómo nos cuesta hacer el bien verdadero,
mientras que somos atraídos y seducidos por tantas realidades
materiales, que finalmente desaparecen dejándonos pobres. Junto a esta
historia de pecado Jesús ha inaugurado una historia de Salvación. El
Evangelio que abre la Cuaresma nos invita a ser protagonistas abrazando
tres remedios, tres medicinas que curan del pecado.
En primer lugar la oración, expresión de apertura y de confianza
en el Señor. Es el encuentro personal con Él, que reduce las
distancias creadas por el pecado. Rezar significa decir: "no soy
autosuficiente, tengo necesidad de Ti. Tú eres mi vida y mi salvación".
En segundo lugar la caridad para superar la extrañeza en relación a
los demás. El amor verdadero de hecho, no es un acto exterior, no es
dar algo en modo paternalista para calmar la conciencia, sino aceptar
a quien tiene necesidad de nuestro tiempo, de nuestra amistad, de
nuestra ayuda. Es vivir el servicio, venciendo la tentación de
complacerse.
En tercer lugar, el ayuno la penitencia para liberarnos de
las dependencias en relación de aquello que pasa y ejercitarnos para
ser más sensibles y misericordiosos. Es una invitación a la
simplicidad y al compartir, quitar algo de nuestra mesa y de nuestros
bienes para reencontrar el bien verdadero de la libertad.
"Regresen a mí, dice el Señor, con todo el corazón". No sólo con
un acto externo sino desde lo profundo de nosotros mismos. De hecho
Jesús nos llama a vivir la oración, la caridad y la penitencia con
coherencia y autenticidad venciendo la hipocresía. La Cuaresma sea un
tiempo de auténtica "podadura" de la falsedad, de la mundanidad, de la
indiferencia, para no pensar que todo está bien y que yo estoy bien,
para entender aquello que cuenta no es la aprobación, la búsqueda del
éxito o del consenso, sino la limpieza del corazón y de la vida para
reencontrar la identidad cristiana, es decir el amor que sirve, no
el egoísmo que se sirve.
Pongámonos en camino juntos como Iglesia, recibiendo las cenizas,
también nosotros nos convertiremos en cenizas, y teniendo fija la
mirada en el crucificado. Él amándonos nos invita a dejarnos reconciliar
con Dios y a regresar a Él para reencontrarnos con nosotros mismos.
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