El amor es comunicación
Queridos hermanos y hermanas,
El Año Santo de la Misericordia nos invita a reflexionar sobre la
relación entre la comunicación y la misericordia. En efecto, la Iglesia,
unida a Cristo, encarnación viva de Dios Misericordioso, está llamada a
vivir la misericordia como rasgo distintivo de todo su ser y actuar. Lo
que decimos y cómo lo decimos, cada palabra y cada gesto debería
expresar la compasión, la ternura y el perdón de Dios para con todos. El
amor, por su naturaleza, es comunicación, lleva a la apertura, no al
aislamiento. Y si nuestro corazón y nuestros gestos están animados por
la caridad, por el amor divino, nuestra comunicación será portadora de
la fuerza de Dios.
Como hijos de Dios estamos llamados a comunicar con todos, sin
exclusión. En particular, es característico del lenguaje y de las
acciones de la Iglesia transmitir misericordia, para tocar el corazón de
las personas y sostenerlas en el camino hacia la plenitud de la vida,
que Jesucristo, enviado por el Padre, ha venido a traer a todos. Se
trata de acoger en nosotros y de difundir a nuestro alrededor el calor
de la Iglesia Madre, de modo que Jesús sea conocido y amado, ese calor
que da contenido a las palabras de la fe y que enciende, en la
predicación y en el testimonio, la «chispa» que los hace vivos.
La comunicación tiene el poder de crear puentes, de favorecer el
encuentro y la inclusión, enriqueciendo de este modo la sociedad. Es
hermoso ver personas que se afanan en elegir con cuidado las palabras y
los gestos para superar las incomprensiones, curar la memoria herida y
construir paz y armonía. Las palabras pueden construir puentes entre las
personas, las familias, los grupos sociales y los pueblos. Y esto es
posible tanto en el mundo físico como en el digital. Por tanto, que las
palabras y las acciones sean apropiadas para ayudarnos a salir de los
círculos viciosos de las condenas y las venganzas, que siguen
enmarañando a individuos y naciones, y que llevan a expresarse con
mensajes de odio. La palabra del cristiano, sin embargo, se propone
hacer crecer la comunión e, incluso cuando debe condenar con firmeza el
mal, trata de no romper nunca la relación y la comunicación.
Quisiera, por tanto, invitar a las personas de buena voluntad a
descubrir el poder de la misericordia de sanar las relaciones dañadas y
de volver a llevar paz y armonía a las familias y a las comunidades.
Todos sabemos en qué modo las viejas heridas y los resentimientos que
arrastramos pueden atrapar a las personas e impedirles comunicarse y
reconciliarse. Esto vale también para las relaciones entre los pueblos.
En todos estos casos la misericordia es capaz de activar un nuevo modo
de hablar y dialogar, como tan elocuentemente expresó Shakespeare: «La
misericordia no es obligatoria, cae como la dulce lluvia del cielo sobre
la tierra que está bajo ella. Es una doble bendición: bendice al que la
concede y al que la recibe» (El mercader de Venecia, Acto IV, Escena
I).
Es deseable que también el lenguaje de la política y de la
diplomacia se deje inspirar por la
misericordia, que nunca da nada por
perdido. Hago un llamamiento sobre todo a cuantos tienen
responsabilidades institucionales, políticas y de formar la opinión
pública, a que estén siempre atentos al modo de expresase cuando se
refieren a quien piensa o actúa de forma distinta, o a quienes han
cometido errores. Es fácil ceder a la tentación de aprovechar estas
situaciones y alimentar de ese modo las llamas de la desconfianza, del
miedo, del odio. Se necesita, sin embargo, valentía para orientar a las
personas hacia procesos de reconciliación. Y es precisamente esa audacia
positiva y creativa la que ofrece verdaderas soluciones a antiguos
conflictos así como la oportunidad de realizar una paz duradera.
«Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán
misericordia. [...] Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque
ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,7.9).
Cómo desearía que nuestro modo de comunicar, y también nuestro
servicio de pastores de la Iglesia, nunca expresara el orgullo soberbio
del triunfo sobre el enemigo, ni humillara a quienes la mentalidad del
mundo considera perdedores y material de desecho. La misericordia puede
ayudar a mitigar las adversidades de la vida y a ofrecer calor a quienes
han conocido sólo la frialdad del juicio. Que el estilo de nuestra
comunicación sea tal, que supere la lógica que separa netamente los
pecadores de los justos. Nosotros podemos y debemos juzgar situaciones
de pecado - violencia, corrupción, explotación, etc. -, pero no podemos
juzgar a las personas, porque sólo Dios puede leer en profundidad sus
corazones. Nuestra tarea es amonestar a quien se equivoca, denunciando
la maldad y la injusticia de ciertos comportamientos, con el fin de
liberar a las víctimas y de levantar al caído. El evangelio de Juan nos
recuerda que «la verdad os hará libres» (Jn 8,32). Esta verdad es, en
definitiva, Cristo mismo, cuya dulce misericordia es el modelo para
nuestro modo de anunciar la verdad y condenar la injusticia. Nuestra
primordial tarea es afirmar la verdad con amor (cf. Ef 4,15). Sólo
palabras pronunciadas con amor y acompañadas de mansedumbre y
misericordia tocan los corazones de quienes somos pecadores. Palabras y
gestos duros y moralistas corren el riesgo hundir más a quienes
queríamos conducir a la conversión y a la libertad, reforzando su
sentido de negación y de defensa.
Algunos piensan que una visión de la sociedad enraizada en la
misericordia es injustificadamente idealista o excesivamente indulgente.
Pero probemos a reflexionar sobre nuestras primeras experiencias de
relación en el seno de la familia. Los padres nos han amado y apreciado
más por lo que somos que por nuestras capacidades y nuestros éxitos. Los
padres quieren naturalmente lo mejor para sus propios hijos, pero su
amor nunca está condicionado por el alcance de los objetivos. La casa
paterna es el lugar donde siempre eres acogido (cf. Lc 15,11-32).
Quisiera alentar a todos a pensar en la sociedad humana, no como un
espacio en el que extraños compiten y buscan prevalecer, sino más
bien como una casa o una familia, donde la puerta está siempre abierta y
en la que sus miembros se acogen mutuamente.
Para esto es fundamental escuchar. Comunicar significa compartir, y
para compartir se necesita escuchar, acoger. Escuchar es mucho más que
oír. Oír hace referencia al ámbito de la información; escuchar, sin
embargo, evoca la comunicación, y necesita cercanía. La escucha nos
permite asumir la actitud justa, dejando atrás la tranquila condición de
espectadores, usuarios, consumidores. Escuchar significa también ser
capaces de compartir preguntas y dudas, de recorrer un camino al lado
del otro, de liberarse de cualquier presunción de omnipotencia y de
poner humildemente las propias capacidades y los propios dones al
servicio del bien común.
Escuchar nunca es fácil. A veces es más cómodo fingir ser sordos.
Escuchar significa prestar atención, tener deseo de comprender, de
valorar, respetar, custodiar la palabra del otro. En la escucha se
origina una especie de martirio, un sacrificio de sí mismo en el que se
renueva el gesto realizado por Moisés ante la zarza ardiente: quitarse
las sandalias en el «terreno sagrado» del encuentro con el otro que me
habla (cf. Ex 3,5). Saber escuchar es una gracia inmensa, es un don que
se ha de pedir para poder después ejercitarse practicándolo.
También los correos electrónicos, los mensajes de texto, las
redes sociales, los foros pueden ser formas de comunicación plenamente
humanas. No es la tecnología la que determina si la comunicación es
auténtica o no, sino el corazón del hombre y su capacidad para usar bien
los medios a su disposición. Las redes sociales son capaces de
favorecer las relaciones y de promover el bien de la sociedad, pero
también pueden conducir a una ulterior polarización y división entre las
personas y los grupos. El entorno digital es una plaza, un lugar de
encuentro, donde se puede acariciar o herir, tener una provechosa
discusión o un linchamiento moral. Pido que el Año Jubilar vivido en la
misericordia «nos haga más abiertos al diálogo para conocernos y
comprendernos mejor; elimine toda forma de cerrazón y desprecio, y aleje
cualquier forma de violencia y de discriminación» (Misericordiae
vultus, 23). También en red se construye una verdadera ciudadanía. El
acceso a las redes digitales lleva consigo una responsabilidad por el
otro, que no vemos pero que es real, tiene una dignidad que debe ser
respetada. La red puede ser bien utilizada para hacer crecer una
sociedad sana y abierta a la puesta en común.
La comunicación, sus lugares y sus instrumentos han traído
consigo un alargamiento de los horizontes para muchas personas. Esto es
un don de Dios, y es también una gran responsabilidad. Me gusta definir
este poder de la comunicación como «proximidad». El encuentro entre la
comunicación y la misericordia es fecundo en la medida en que genera una
proximidad que se hace cargo, consuela, cura, acompaña y celebra. En un
mundo dividido, fragmentado, polarizado, comunicar con misericordia
significa contribuir a la buena, libre y solidaria cercanía entre los
hijos de Dios y los hermanos en humanidad.
Mensaje del Papa Francisco para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales
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