Jesús, luz del mundo
A lo largo de la historia de la Iglesia
se ha cantado a Jesús como luz gozosa y esplendorosa. Él es el sol que
nace de lo alto, el sol de la vida, el sol de la gracia, el sol de la
alegría, el sol de las almas, el sol de la justicia, la estrella de
Jacob, la estrella de la mañana, la luz que brilla en las tinieblas.
Todas estas imágenes pretenden destacar el significado especialísimo de
esta “verdadera luz”, que consiste en que Cristo ha vencido a los
poderes del mal, ha inaugurado el reino de Dios en la humanidad y ha
prometido a todos la participación en esa victoria.
El cuarto evangelio comienza situando
toda la misión de Jesús desde la perspectiva de que Él es “la luz
verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1,9).
Jesús, según este evangelista, dice de sí mismo: “Yo soy la luz del mundo”
(Jn 8,12; 9,5). De esta afirmación fundamental se deducen dos
consecuencias.
Una, el que se deja iluminar por esta luz que es Jesús no anda en tinieblas (Jn 8,12; 12,46); por eso camina seguro: para el creyente hay una luz que guía sus pasos, una antorcha en su camino: “lámpara es tu Palabra para mis pasos, luz en mi sendero” (Sal 119,105). El cristiano es un “iluminado” (Heb 10,32). Es significativo que en los orígenes cristianos al bautismo se lo califique como el momento de la “iluminación”. Es significativo también en este sentido que todas las espectaculares conversiones se narren en clave de iluminación. Basta pensar en la conversión de Pablo camino de Damasco (Hech 9,3). O incluso en la narración que hace san Agustín de su propia conversión. La conversión no es un asunto de voluntarismo; es un asunto de luz, de iluminación. La iluminación es la primera gracia de la conversión.
Una, el que se deja iluminar por esta luz que es Jesús no anda en tinieblas (Jn 8,12; 12,46); por eso camina seguro: para el creyente hay una luz que guía sus pasos, una antorcha en su camino: “lámpara es tu Palabra para mis pasos, luz en mi sendero” (Sal 119,105). El cristiano es un “iluminado” (Heb 10,32). Es significativo que en los orígenes cristianos al bautismo se lo califique como el momento de la “iluminación”. Es significativo también en este sentido que todas las espectaculares conversiones se narren en clave de iluminación. Basta pensar en la conversión de Pablo camino de Damasco (Hech 9,3). O incluso en la narración que hace san Agustín de su propia conversión. La conversión no es un asunto de voluntarismo; es un asunto de luz, de iluminación. La iluminación es la primera gracia de la conversión.
La segunda consecuencia (de la
afirmación de Jesús “luz del mundo”) es si cabe más significativa, pues
los que se dejan iluminar por la luz son hijos de la luz (Jn 12,36) y,
del mismo modo que el hijo se parece al Padre y hasta tiene su mismo
rostro, los hijos de la luz se convierten ellos mismos en luz: “vosotros
sois la luz del mundo” (Mt 5,14). El cristiano no es solo un iluminado,
sino que él mismo irradia luz. Por eso los cristianos practican “las
obras de la luz” (Jn 3,20), o sea, “las buenas obras”, las obras del
amor (Mt 5,16), que deben alcanzar todos los órdenes de la vida, tanto
la economía y la política, como la familia y la comunidad. Se trata de
iluminar las tinieblas de la falta de verdad (1 Jn 1,6) y de amor, pues
“quién aborrece a su hermano está en las tinieblas y quién ama a su
hermano permanece en la luz” (1 Jn 2,9-10). Y de esta forma crear
espacios para la esperanza, brillando como antorchas en el mundo, en
medio de una generación que necesita y busca razones para vivir (Flp
2,15-16).
Por Martín Gelabert, OP, publicado en dominicos.org
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