La confesión y la misericordia de Dios

El 25 de septiembre, cuando el Papa visitó Nueva York, allí hacía uno de esos espectaculares días de otoño. El calor del verano había desaparecido, y un cielo, brillante, azul, sin nubes bendecía al mundo.

Sobre la una de la tarde, abandoné la casa que comparto con otros nueve jesuitas y caminé por la octava avenida hasta Madison Square Garden. Se me había pedido escuchar confesiones antes de la misa papal, y hacerlo fue una de las gracias más profundas de mi vida.

Tras pasar los controles de seguridad, encontré a un sacerdote que no conocía y que sostenía un listado. Me saludó, encontró mi nombre en su lista y dijo "De acuerdo, estamos utilizando las ventanillas de venta de entradas como confesionario. Así que encuentra una vacía". Caminé hasta la ventanilla diez, me saqué la estola y me la puse. Ajuste las dos sillas en el estrecho habitáculo e hice un gesto a la primera persona en la fila.

Durante las más de cuatro horas que siguieron, yo, junto con otros sacerdotes, escuchamos las confesiones de mucha, muchísima gente que estaba allí para la Eucaristía. Más de una persona dijo entre lágrimas que no había acudido a la confesión durante más de treinta años, y que se sentía tan bien regresando al sacramento.

También fue estupendo para mí. Todas esas confesiones fueron momentos verdaderamente privilegiados para mí, como lo han sido casi todas las confesiones que he escuchado.

La gente a menudo me pregunta: ¿Cómo es escuchar una confesión? Muchas veces, la pregunta llega de
otros católicos, a veces incluso de personas que se están preparando para el sacerdocio. Otras veces la pregunta procede de no católicos, o de no creyentes. Supongo que la cuestión surge de querer saber qué piensa y siente uno al conocer los "pequeños secretos sucios" de los demás.

Mi respuesta es siempre la misma: "Es una gracia increíble". Y eso es lo que quiero decir. La gente está ahí para confesar sus pecados, claro. Hay algo en sus vidas que no les hace felices y quieren pedir perdón por ello. Quieren arrepentirse ante Dios y ante la comunidad.

Pero más que oír lo que han hecho mal, escucho a la gente contar lo duro que han intentado vivir moralmente y su profundo deseo de demostrar su amor por los demás con más convicción y frecuencia.

Me sobrecoge su honestidad y su compasión por cuantos les rodean. Eso es gracia.

Escucho sobre lo mucho que aman a sus esposos y a sus hijos. Escucho cuanto la gente ama a sus familias, especialmente sus padres. Escucho sobre cómo su relación con Dios es el aspecto más querido de sus vidas. Escucho sobre cómo es el amor el que les ha movido en primer lugar a confesarse.

La experiencia de escuchar el nivel de santidad de estas personas -gente normal y corriente como tú y como yo- caminando sobre la tierra intentando amar mejor, es una experiencia de gran humildad y de tremendo privilegio.

Los buenos sacerdotes no se sientan a juzgar a los confesantes. Los buenos sacerdotes se sientan a conocer los santos deseos que la gente porta en su corazón. Los buenos sacerdotes son humildes transmisores de la misericordia de Dios y una ayuda a las personas que exponen su miedo, su vergüenza y su culpa.

Los buenos confesores intentan dar a la gente algunas estrategias para ver a Dios de una manera más auténtica, en la esperanza de que cualquier consejo que den será algo que ayude tanto al confesor como al penitente.

No sé si soy uno de esos buenos sacerdotes, pero las personas a las que encuentro en la confesión verdaderamente me inspiran a serlo. Aspiro a aproximarme a la vida y a aquellos con los que me encuentro con un talante similar.

La confesión no va de pequeños secretos sucios. La confesión va de la misericordia de Dios y la plenitud de la humanidad. La confesión trata de la profunda paz que procede de la reconciliación con Dios, con aquellos a los que amamos y con nosotros mismos.

Por Dennis Baker. Traducido del National Catholic Reporter

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