Y vio Dios que era bueno

“En el principio…” en aquel primer instante, tras crear el cielo, la tierra, el mar y todo lo que allí se contiene, Dios creó al ser humano. Macho y hembra los creó. Ser humano masculino y ser humano femenino. No dice nada el Génesis ni de negros y amarillos, ni de trigueños y apiñonados,  ni dorados y rojizos, ni  pardos ni blancos, sólo dice que los creó. Nada de tonalidades, nada de metros y centímetros, nada de culturas, naciones, religiones… nada de nada. 
Sopló en sus narices un aliento de vida, el mismo aliento, la misma vida, la única vida que Dios podía insuflar: la suya propia. Y fue para todos. Ellas y ellos existieron. Sin más. Y Dios miró lo que había hecho y vio que era muy bueno. Miró como respiraban, como se movían, y quedó contemplando aquella diversidad de colores y formas, viendo como se paseaban por la Creación, ese espacio maravilloso que los esperaba para ser habitado. El Creador sonrió viendo que su obra además de buena era bella… ¡era muy hermosa!
Dio por sentado que entendían que todo eso que les regalaba era para ser compartido. Ninguno de los seres humanos había hecho nada para merecer tanta abundancia, tanta diversidad. Ninguno había pensado los mecanismos y ciclos de la naturaleza. No habían diseñado las formas, ni los colores, ni las texturas de cuanta belleza podían admirar sus ojos. El día y la noche, la tierra, el aire y el agua, el frío y el calor, la multiplicidad de vida animal y vegetal que los rodeaba, todo, absolutamente todo, era don gratuito y amoroso del Creador para ser disfrutado y compartido.
¿Cuándo se rompió aquel instante, el primero y único? En el preciso momento en que el ser humano se atribuyó la vida no como Don sino como  propiedad suya. Así se autoexcluyó del Paraíso, iniciando un
viaje que parece no tener fin.
Nos hemos apropiado de la tierra excluyendo a muchos de gozar de sus frutos. Millones de personas desplazadas de sus lugares de origen por el hambre, la violencia, las guerras, las persecuciones, esperan en vano ser recibidos como hermanos para poder rehacer sus vidas y gozar de una existencia digna. La Madre Tierra está siendo explotada sin respeto y sin amor causando graves daños que ponen en peligro la subsistencia de la especie a corto plazo. Hemos olvidado por completo que lo recibido es don y que se nos entregó para ser compartido sin distinciones.
Hay razas, países y culturas que se sienten superiores y con derecho sobre los que consideran inferiores. Delimitamos nuestra casa común con fronteras, con muros, con leyes. Los poderosos saquean los recursos de aquellos que no tienen los medios para defender sus ríos, su aire limpio, sus minas, su cielo azul, sus montañas, en definitiva, su hogar. Se gastan fortunas en ejércitos y armamento para sostener toda esta depredación en vez de designar esos recursos para terminar con el hambre y la exclusión.
Que las razas nos distingan pero no nos clasifiquen. Que la diversidad nos enriquezca. Que veamos a través de los ojos del Creador que todo lo que existe es bueno y bello y, por lo tanto, debe de ser respetado y cuidado. Que nadie se quede sin una mesa para comer, un techo para guarecerse, ropa para vestirse y una mano amiga para acompañarlo. El Reino es un banquete donde todos tienen un lugar, donde nadie quede excluido mirando desde fuera.
En la reciente encíclica del Papa Francisco, “Laudato si”, resuena el Cántico de San Francisco a la Hermana Tierra: “Alabado seas, mi Señor, por la hermana nuestra, Madre Tierra”. El Papa llama a “entrar en diálogo con todos acerca de nuestra casa común” (3); y también a ir más allá, reflexionando: “No nos servirá descubrir los síntomas si no reconocemos la raíz humana de la crisis ecológica” (101).
Es urgente salir de este paradigma individualista y consumista e iniciar el camino hacia un modelo evangélico donde la solidaridad y el bien común sean la  manifestación de que hemos entendido y aceptado el don gratuito de la Creación para ser compartido en igualdad y fraternidad.
Pero nada de esto podremos conseguir sin una verdadera conversión del corazón, que nos haga mirar a los demás y a la casa común como iguales, y los beneficios y logros sean para todos. Que el bien común sea la ley suprema que rija nuestras comunidades y nadie sea más que nadie. Donde el concepto de éxito no sea tener sino ser con los otros y juntos tener una vida digna.
Ya es tiempo de iniciar el camino de retorno al origen, al instante aquel; dejando el lastre de odios y diferencias, de dolor y frustración, de corrupción y violencia. Ha llegado la hora de salir a buscar la belleza de la comunidad, para la que fuimos creados  y amados.

Por Yolanda Chaves, Mari Paz López Santos y Patricia Paz, publicado en Fe Adulta

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