Jóvenes, sean audaces

La familia no es para la Iglesia principalmente una fuente de preocupación, sino la confirmación de la bendición de Dios a la obra maestra de la creación. Cada día, en todos los ángulos del planeta, la Iglesia tiene razones para alegrarse con el Señor por el don de ese pueblo numeroso de familias que, incluso en las pruebas más duras, mantiene las promesas y conserva la fe.

Pienso que el primer impulso pastoral que este difícil período de transición nos pide es avanzar con decisión en la línea de este reconocimiento. El aprecio y la gratitud han de prevalecer sobre el lamento, a pesar de todos los obstáculos que tenemos que enfrentar. La familia es el lugar fundamental de la alianza de la Iglesia con la creación de Dios. Sin la familia, tampoco la Iglesia existiría: no podría ser lo que debe ser, es decir, signo e instrumento de la unidad del género humano.

El cristiano no es un «ser inmune» a los cambios de su tiempo y en este mundo concreto, con sus múltiples problemáticas y posibilidades, es donde debe vivir, creer y anunciar.

Hasta hace poco, vivíamos en un contexto social donde la afinidad entre la institución civil y el sacramento cristiano era fuerte y compartida, coincidían sustancialmente y se sostenían mutuamente. Ya no es así. Si tuviera que describir la situación actual tomaría dos imágenes propias de nuestras sociedades. Por un lado, los conocidos almacenes, pequeños negocios de nuestros barrios y, por otro, los grandes supermercados o shopping.
Algún tiempo atrás uno podía encontrar en un mismo comercio o almacén todas las cosas necesarias para la vida personal y familiar -es cierto que pobremente expuesto, con pocos productos y, por lo tanto, con escasa posibilidad de elección-. Había un vínculo personal entre el dueño del negocio y los vecinos compradores. Se vendía fiado, es decir, había confianza, conocimiento, vecindad. Uno se fiaba del otro. Se animaba a confiar. En muchos lugares se lo conocía como «el almacén del barrio».
En estas últimas décadas se ha desarrollado y ampliado otro tipo de negocios: los shopping center. Grandes superficies con un gran número de opciones y oportunidades. El mundo parece que se ha convertido en un gran shopping, donde la cultura ha adquirido una dinámica competitiva. Ya no se vende fiado, ya no se puede fiar de los demás. No hay un vínculo personal, una relación de vecindad. 
La cultura actual parece estimular a las personas a entrar en la dinámica de no ligarse a nada ni a nadie. No fiar ni fiarse. Porque lo más importante de hoy parece que es ir detrás de la última tendencia o actividad. Inclusive a nivel religioso. Lo importante hoy lo determina el consumo. Consumir relaciones, consumir amistades, consumir religiones, consumir, consumir... No importa el costo ni las consecuencias. Un consumo que no genera vínculos, un consumo que va más allá de las relaciones humanas. Los vínculos son un mero «trámite» en la satisfacción de «mis necesidades». Lo importante deja de ser el prójimo, con su rostro, con su historia, con sus afectos.
Esta conducta genera una cultura que descarta todo aquello que ya «no sirve» o «no satisface» los gustos del consumidor. Hemos hecho de nuestra sociedad una vidriera pluricultural amplísima, ligada solamente a los gustos de algunos «consumidores» y, por otra parte, son muchos -¡tantos!- los otros, los que solo «comen las migajas que caen de la mesa de sus amos».

Esto genera una herida grande. Me animo a decir que una de las principales pobrezas o raíces de tantas situaciones contemporáneas está en la soledad radical a la que se ven sometidas tantas personas. Corriendo detrás de un like, corriendo detrás de aumentar el número de followers en cualquiera de las redes sociales, así van -vamos- los seres humanos en la propuesta que ofrece esta sociedad contemporánea. Una soledad con miedo al compromiso en una búsqueda desenfrenada por sentirse reconocido.

¿Debemos condenar a nuestros jóvenes por haber crecido en esta sociedad? ¿Debemos anatematizarlos por vivir en este mundo? ¿Deben ellos escuchar de sus pastores frases como: «Todo pasado fue mejor», «El mundo es un desastre y, si esto sigue así, no sabemos a dónde vamos a parar»? No, no creo que este sea el camino. Nosotros, pastores tras las huellas del Pastor, estamos invitados a buscar, acompañar, levantar, curar las heridas de nuestro tiempo. Mirar la realidad con los ojos de aquel que se sabe interpelado al movimiento, a la conversión pastoral. El mundo hoy nos pide y reclama esta conversión. «Es vital que hoy la Iglesia salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo. La alegría del Evangelio es para todo el pueblo, no puede excluir a nadie».
Nos equivocaríamos si pensáramos que esta «cultura» del mundo actual sólo tiene aversión al matrimonio y a la familia, en términos de puro y simple egoísmo. ¿Acaso todos los jóvenes de nuestra época se han
vuelto irremediablemente tímidos, débiles, inconsistentes? No caigamos en la trampa. Muchos jóvenes, en medio de esta cultura disuasiva, han interiorizado una especie de miedo inconsciente, y no siguen los impulsos más hermosos, más altos y también más necesarios. Hay muchos que retrasan el matrimonio en espera de unas condiciones de bienestar ideales. Mientras tanto la vida se consume sin sabor. Porque la sabiduría del verdadero sabor de la vida llega con el tiempo, fruto de una generosa inversión de pasión, de inteligencia y de entusiasmo.
Como pastores, los obispos estamos llamados a aunar fuerzas y relanzar el entusiasmo para que se formen familias que, de acuerdo con su vocación, correspondan más plenamente a la bendición de Dios. Tenemos que emplear nuestras energías, no tanto en explicar una y otra vez los defectos de la época actual y los méritos del cristianismo, sino en invitar con franqueza a los jóvenes a que sean audaces y elijan el matrimonio y la familia. También aquí se necesita una santa parresía. Un cristianismo que «se hace» poco en la realidad y «se explica» infinitamente en la formación está peligrosamente desproporcionado; diría que está en un verdadero y propio círculo vicioso. El pastor ha de mostrar que el «Evangelio de la familia» es verdaderamente «buena noticia» para un mundo en que la preocupación por uno mismo reina por encima de todo. No se trata de fantasía romántica: la tenacidad para formar una familia y sacarla adelante transforma el mundo y la historia.
Fragmento del discurso del Papa ante los obispos en Filadelfia

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