Terminar con nuestra violencia

Recientemente en mi ciudad, dos hombres atacaron brutalmente a un inmigrante mexicano sin techo en una estación de metro. Le rompieron la nariz, orinaron sobre su cara y le dejaron en la calle temblando aterrorizado.

La verdad es que la víctima podría haber sido uno de las muchas otras etiquetas que excluyen a las personas de la pátina del privilegio -y la seguridad- en nuestra sociedad. Podría haber sido un negro, un asiático o un gay. Podría haber sido una mujer sola que se dirigiese a casa desde el trabajo. Sucede cada día.

Para muchos de nosotros, es fácil condenar tal brutalidad. Pero una minoría alarmantemente creciente la justifica. Por eso, necesitamos hacer más que condenar. Necesitamos afrontar la violencia directamente, como un hecho lamentable de nuestro cableado humano y como una dinámica de todos los sistemas sociales.

San Agustín llamaba al mal "solo la privación de un bien, incluso hasta el punto de la completa insignificancia". Siglos más tarde, Hannah Arendt daría la misma definición de Adolf Eichmann, una figura clave del régimen genocida nazi y uno de los sociópatas más legendarios de la historia. Ella explicó la "banalidad del mal", un concepto que afirmaba que la crueldad nace del vacío -de carácter y de valores-. Los actos de crueldad serían cometidos por seguidores débiles, necesitados de la aprobación de su grupo, a los que les falta integridad personal y voluntad y que caen en la fácil crueldad de victimizar a aquellos que son diferentes.

Sin de ninguna manera disminuir la culpabilidad moral de los dos hermanos que asaltaron al mendigo, hemos alcanzado un punto en el que los cristianos necesitamos considerar la dinámica de la violencia social si queremos contrarrestar el volátil fermento de fuerzas que estimulan actos individuales de daño.

En nuestro sistema de premios y castigos, lo cierto es que cuando intentamos ascender en la escalera del
éxito social probablemente seremos tentados a hacer dos cosas: a comprometer la ética y a pisar a los demás. La búsqueda de poder de cualquier tipo nos ayuda a ver a los demás menos como seres humanos que como instrumentos, u obstáculos, en nuestro camino. Invariablemente, llegados a este punto dejamos de honrar plenamente lo divino en nosotros mismos.

También necesitamos preguntarnos si la violencia del poderoso es diferente a la violencia del débil. El poderoso parece "ganar": la vida marcha sin problemas cuando se refuerza mediante muestras periódicas de la fuerza protegiendo el "orden". El débil se encalla cada vez más en el desamparo y la desesperación y su rabia se dirige contra él mismo y contra sus pares.

Y necesitamos mirar a nuestros actos privados de violencia. Nunca he visto un ataque físico violento, pero he visto más de lo que me gustaría de la violencia hiriente cometida cada día en una sociedad educada con el propósito de dominar y humillar: bullying, marginaciones, condescendencia, falta de respeto. Esa violencia emocional y espiritual cometida rutinariamente por personas que dicen ser amigos y compañeros de trabajo, incluso miembros de la misma familia o iglesia.

Jesús conocía estas dinámicas mejor que la mayoría. Comprendió que cada sistema humano ("del César", en sus palabras) ofrece un continuo de oportunidades para el poder y, por lo tanto, para la violencia para mantener tal poder -desde la explotación personal de los individuos hasta la opresión sistemática-. Es una vieja historia que recuerda a una serpiente mordiéndose la cola.

Sabía que sin una conversión completa la violencia continuaría. Los pequeños actos habituales de exclusión o desprecio con el tiempo dan lugar a explosiones de ira. La conversión que Jesús enseñó, el antídoto a la violencia, exige la cosa más difícil de todas. Exige que nos separemos de los modos mundanos, la aceptación acrítica de los valores del status quo que elevan las riquezas, los logros y el poder por encima de las necesidades de los desamparados. Nos pide que rindamos nuestros privilegios, nuestras fantasías sobre nosotros mismos y sobre Dios y todos los espejos que mantenemos entre nosotros y la realidad buscando justificación para nuestras acciones.

No hay otra manera de hacer esto que en relación con los demás, con las personas que son diferentes de nosotros, y aprender a conocerlos con el corazón. Ver con el corazón está en el centro de la vida que Jesús enseñó. Es una sabiduría que antepone la misericordia a la justicia. No puede haber mejor escuela que aliarse con quienes sufren nuestra violencia institucionalizada cada día de sus vidas. Eso es lo que Él hizo y lo que enseñó a sus seguidores a hacer.

Miedos y paranoia no son lo que necesitamos. Necesitamos escuchar tranquilamente el dolor legítimo y comprender las diversas dimensiones de la violencia social. Necesitamos recordar las enseñanzas de Aquel que incansablemente imaginó y articuló fórmulas hacia el compromiso significativo, la dignidad y la reconciliación.

Por Kathleen Hirsch, traducido (algunos párrafos) de Crux

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