Éxodo en la cuneta de Europa

Texto y fotos: Alberto di Lolli. Publicado en El Mundo
Si es usted un europeo feliz, quizá quiera pasar de página y no mirar hacia esta frontera que separa Hungría y Serbia. Aquí empieza Europa en los Balcanes y hasta aquí puede usted circular libremente mientras dure 'Schengen', ese tratado que pusimos en pie con la sabiduría de dos guerras y sus posguerras y que ahora se tambalea como una marioneta en los despachos presidenciales.
Tal vez no quiera usted saber que mientras duerme, varios miles de sirios que huyen de la guerra caminan campo a través hasta una pequeña carretera apenas asfaltada. Son las diez de la noche en Röszke, una aldea fronteriza junto a la ciudad de Szeged, al sur de Hungría. Hace un poco de frío. Junto a un paso nivel la policía húngara ha instalado un 'check point' para tratar de organizar la oleada de gente que va llegando.
La imagen es impresionante, cierre los ojos si quiere, y eso que solo alcanzamos a ver lo que iluminan las luces de los furgones, porque la noche es oscura a pesar de la media luna. En la cuneta, sobre el campo, hay varios cientos de personas; mayores, jóvenes, hombres, mujeres, niños y bebés. Están tumbados o sentados, esparcidos junto al asfalto sobre esteras o sacos de dormir. Apenas hay tres tiendas de campaña. El suelo está lleno de mazorcas de maíz, bolsas de pan y botellas de plástico, que saciaron el hambre de los que llegaron hace un rato. Y un cordón de agentes trata de calmarles y sacarles de la carretera para facilitar el paso de los autobuses que deben trasladarles; ya han salido una decena abarrotados y esto sigue lleno.
Cuidado ahora, mejor gire la mirada a la izquierda. Porque si mira a la derecha verá a un bebé de 6 meses envuelto en un pijama con unas antenitas. Es una niña, Layan, y lleva 22 días de viaje a cuestas. Siria, Turquía, Grecia, Macedonia y Serbia. No viaja sola, porque a su lado, está su hermano Mohamad de 3 añitos con un chubasquero rojo.
Con una mano sujeta la falda de su mamá y con la otra se tapa la cara porque le molestan las luces de los coches. Hay muchos otros, la mayoría dormidos en brazos de sus padres, envueltos en mantas o en pañuelos, rendidos por completo. Una niña llega del brazo de su madre con un osito asomando por su mochila. Diría uno que va al colegio, si no fuera porque aquí solo hay abismo y cansancio, y una noche larga para los que llevan más de 14 horas trabajando para atenderles.

El fracaso de Europa

Un poco más adelante, un hombre fuma un cigarro pensativo sentado sobre una silla de ruedas. Es Rafiq, 65 años. No puede apenas caminar pero ha llegado hasta aquí sobre un par de muletas. 40 días desde Siria. Al pobre se le ocurrió pintar en un muro que Asad era un asesino como Hitler y lo llevaron preso. Cuatro meses en la cárcel y en un permiso huyó para no volver.
- Cuando me escapé fueron a mi casa y apalearon a mi mujer como represalia. Ahora está en el hospital.
En esta noche desesperada unas jóvenes con mascarillas conversan con los que van llegando. Son hermanas. La mayor, Zeina es profesora de inglés en Beirut y estaban en Hungría de vacaciones.
- Como hablamos árabe nos pidieron si podíamos ayudar y claro, vinimos enseguida.
Tratan de orientar a los recién llegados y contestar preguntas. La gente está preocupada. Como Alí, un barbero de 36 años que tiene miedo a que le tomen las huellas dactilares porque piensa que en Alemania pueden expulsarle si se demuestra que ha entrado por otro país. Pregunta pero nadie sabe. Ni aquí ni en Europa, que buscan soluciones en los pasillos como quien hace un sudoku en el metro. Europa ha fracasado. Y no se lo dice éste que suscribe: lo dijo este martes Frans Timmermans, vicepresidente de la Comisión Europea.
Una furgoneta de la policía se detiene cerca y abre el maletero. Dentro hay varias cestas con fruta, agua y pan, que los voluntarios van repartiendo a la cola de gente que se ha formado. A pesar de la multitud hay mucho silencio y solo se oye un murmullo y el motor de los coches. Los sirios aguantan estoicamente con una paciencia abrumadora.
De pronto el silencio se rompe. A 30 metros, en la carretera un niño llora con fuerza. Nos acercamos a ver qué ocurre. El niño no llora porque tenga frío, que seguramente lo tiene, ni porque esté cansado, que seguramente lo está, ni porque apenas tenga dos años y esté en su derecho. Simplemente su mamá quiere ponerle los zapatos y él prefiere caminar descalzo sobre el suelo. Un detalle tan de casa que a uno se le saltan las lágrimas.

Orgullo sirio

Si es usted europeo de bien, de la Europa unida en derecho y sin fronteras, tal vez prefiera ignorar que estas almas exhaustas han cruzado ya unas cuantas, incluyendo la de Macedonia donde les recibieron a palos hace unos días.
- Los sirios son un pueblo orgulloso - nos explica Zeina - no les gusta verse así. Porque vivían como usted y como yo y ahora lo han perdido todo.

Que se lo digan a Akram Kutaifan, que ha venido con su mujer y sus cinco hijos.
- Soy ingeniero civil. Tenía una casa grande, un coche, una oficina. Todo perdido. Lo hemos dejado por la guerra. Allí no se puede vivir.
Su hija Lujain, con 21 años se ha dejado también una carrera de farmacia a medias.
- Tengo la esperanza de poder seguir en Alemania.
De momento están aquí, en esta cuneta desolada. Han dormido en parques, en la calle, y en algunos hostales a veces.
Se despiden con un 'que dios te bendiga' antes de salir. Les ha llegado el turno de ir hasta el campamento que las autoridades han instalado junto a la frontera, donde duermen esta noche. Mañana ya veremos. Es una fe en el presente del que no tiene otro remedio.
Si es usted creyente tiene aquí en el corredor de los Balcanes un vía crucis sin pausa ni estaciones. Un éxodo hacia una tierra prometida cruzando en barcazas y sin separar las aguas.
Si no cree usted en nada, ni siquiera en esa Europa que nos contaron y que se desvanece como una nube de algodón cuando vienen mal dadas, entonces puede usted rasgar su sobre de azúcar, darle unas vueltas a la cucharilla y seguir con su rutina.

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