De nidos y lugares seguros

Ayer por la mañana al andar me sucedió que miré al suelo justo segundos antes de encontrarme con el nido de un pájaro directamente a mi lado en el camino. Debía haberse caído de las ramas de un arce excepcional. Una pequeña pluma estaba atrapada entre sus ramas, pero por lo demás estaba verde, el "nido de un principiante", libre de moho y de las capas de restos de las hojas del año pasado. Un nido joven, se ajustaba perfectamente a la palma de mi mano.

Pensé en llevármelo a casa y colocarlo sobre la mesa de la cocina. No todos los días el universo te regala un nido perfecto. ¿De quién había sido y qué haría ahora que lo había perdido?

Basándome en los hábitos de los pájaros que conozco, comenzaría de nuevo. Me impresionó una mañana de la pasada primavera observar a un petirrojo que intentaba construir un nido sobre un estrecho enrejado sobre mi garaje. Es un punto altamente transitado de mi vivienda, con una puerta que se abre para descargar bicicletas y cortacéspedes, parras que se dan con la reja. Era un lugar loco, expuesto, vulnerable, no
muy diferente a los altos acantilados de la costa de Irlanda donde durante cientos de años los monjes han excavado estrechas ermitas donde vivir sus "martirios verdes" subsistiendo a base de bayas e hierba, poesía y oración.

En algún momento el petirrojo demostró lo que consideré un alto grado de racionalidad abandonando el lugar por otro más protegido en el que dar a luz a su pequeño. Pero este año volvió. Y esta vez persistió con su nido. Y de nuevo, su trabajo fue interrumpido- pero esta vez por un arrendajo azul que atacó el nido cada mañana, extendiendo sus grandes alas a través de las cepas y picoteando al humilde petirrojo.

No solemos pensar en la vida de fe como un ejercicio de construcción de nidos, mucho menos de una morada, pero en muchos sentidos eso es exactamente lo que es. Es una construcción, siempre en proceso. Exige la misma intencionalidad y sentido que el nido para el pájaro: cada día uno parte, busca materiales con los que reforzar su forma básica, metiendo aquí una ramita, allí una hoja, lo que ayude a unir y sostener. Cada día, añadimos a la forma de algo que es, en esencia, maleable: una forma que es capaz de sostener la vida que se va a desarrollar en ella.

En mi vuelta a casa, con el nido en la mano, pasé por el parque de una casa para niños, como hago cada día. Es lo que solíamos llamar un "orfanato", un hogar para niños muy dañados que reciben terapia y escolarización mientras esperan un hogar de acogida.

Mientras subía la cuesta, vi a un niño muy pequeño de alrededor de siete años. Sus manos se agarraban a la valla mientras su mirada se fijaba en los comercios de la calle. Impaciente, esperaba poder salir. Detrás de él, arriba en lo alto de la cuesta, vi la sombra de un ser humano, leyendo un libro. Su cuidador.

Cuando me vio, le llamó, "Saca tus manos de la valla".

No con una voz cruel, sino institucional, profesional. Pude escuchar a otros niños a cierta distancia. Tal vez se sentaba a esa distancia del niño porque estaba controlando a un manojo de críos. Este niño estaba solo. Obedientemente, fue a retirarse. Pero cuando me vio mirándole, se agitó.

"Hola", le dije, sonriéndole. Había visto el dormitorio donde dormía por la noche, había escuchado los reprimidos lloros de sus crisis. Sabía que el personal del centro lo hacía lo mejor que podía.

"Hola", le dije.

"¿Puedo irme a tu casa?".

Eso fue todo lo que dijo.

Tan simple. Tan grande.

Miré tras él al montón de camisetas de colores que se extendía por la colina.

"¿Puedo irme a tu casa?"

Pude sentir mi fallo antes de pronunciar ninguna palabra. No estaba sordo, pero me quedé mudo al afrontar este llanto desde el corazón.

Es fácil decir que pensé en todas las razones por las que me era imposible decirle "Sí. Ven. Coge tu corazón solitario y vamos a ver lo que podemos hacer con unas pocas hojas, algo de esperanza y una habitación para ti".

No lo hice. No dije las palabras que él quería oír.

Se me había dado un nido vacío para recordarme el trabajo de fidelidad diaria que exigen todas y cada una de las formas que llamamos "hogar". Lo llevé conmigo el resto del camino, triste y vacío, envuelto en pañuelos, lo puse en una vieja caja y se la mandé por correo a mi hijo, que vive muy lejos de mí ahora. Con una oración en mi corazón del niño que no había traído a casa al que había tenido.

Hay cierta lección aquí sobre crear lugares seguros y permitirles ser ocupados por Lo Indescifrable, sobre el riesgo absoluto del amor, sobre la llamada y la respuesta, la belleza y la acción. Quiero decirles a esos extraños comunes y maravillosos que dan respuesta a los niños que se agarran a las vallas esperando ser rescatados: Gracias, gracias, por ofrecer vuestros nodos, por entrelazar almas a la vida con una rama y una oración. Gracias por ser santos. 

Por Kathleen Hirsch, traducido de Crux


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