Carta abierta a un terrorista islámico

Querido hermano criminal:
Siento necesidad de llamarte de esas dos maneras. Porque, si creo en un Dios que es Padre de todos, no dejas de ser mi hermano, aunque te considere criminal.
Desde esa fraternidad comenzaré por una confesión. Mi iglesia, hace cosa de ochos siglos, montó “cruzadas” absurdas y mató musulmanes “para rescatar el sepulcro de Cristo”, aunque nuestra fe profesa que más importante que esa tumba, es el Cristo vivo en todos los hombres. Pertenezco a una Europa cuyo progreso es debido en parte a la esclavitud de africanos en el XVIII y al reparto de África por las potencias europeas en el XIX. Occidente, que se considera avanzadilla de la democracia, sostiene dictaduras cuando éstas tienen petróleo. Nunca leí Charlie-Hebdo y no sé si insultaba, pero reconozco que nosotros confundimos a veces el derecho a la libertad de expresión con el falso derecho a insultar y faltar al respecto. Alardeando de civilizados ponemos esa libertad de expresión (que nada nos exige) por delante de derechos elementales de otros, y toleramos que derechos tan primarios sean pisoteados, mientras exigimos libertad para faltar al respeto.
Por todo eso debo pedirte perdón. No me considero inocente. Pero duele más tener hermanos asesinos
que hermanos asesinados: pues el mal destroza más al que lo comete que al que lo padece. Por eso te digo que vuestra inhumanidad y vuestra criminalidad son injustificables: las víctimas son sagradas por ser víctimas, no porque sean inocentes. Los crímenes terroristas son abominables: sobre todo por atacar a personas concretas que no tienen más pecado que el de pertenecer a un país donde hay culpables.

Además ofendéis al Dios al que pretendéis defender: el grito de “Allah Akbar” proferido tras matar a un ser humano sólo puede significar dos cosas: o “Dios es criminal”, o “yo soy un ególatra que me encumbro amparándome en Dios”. Dos blasfemias. Con el agravante de que el Islam no tiene una voz oficial última (algo como un papa o un Consejo Mundial de iglesias) que pueda excluiros y proclamar oficialmente que no sois el verdadero Islam. Así parece que en el Islam cabe tanto vuestra barbarie como la bondad del policía musulmán que murió defendiendo a vuestras víctimas.
Me pregunto si sois realmente criminales o simplemente incultos. Pero puedo decirte algo muy elemental: toda fe religiosa es necesariamente dinámica: crece y cambia conforme crecemos nosotros. En el caso de mi fe cristiana, reconocemos que muchos textos del Primer Testamento están hoy superados: transmiten algo válido (vg. que Dios es justo y ama la justicia) pero lo transmiten de forma
hoy inservible, propia de tiempos más oscuros en que la guerra era una profesión más. Si efectivamente los hombres somos historia y progreso ¿por qué no habría de ser posible una lectura semejante del Corán? Dicho desde mi horizonte personal: nosotros hemos hablado mucho de “razón y fe”; y sostenemos que no pueden contradecirse porque ambas proceden del mismo Creador, aunque una supera a la otra. Rechazamos por eso los fundamentalismos que afirman una fe sin razón o contra la razón.
Es verdad que nosotros proclamamos muchas veces una razón falsificada, que no podrá entenderse con la fe porque es una razón al servicio del dinero; y así falsificamos esa laicidad de la que alardeamos: pues la laicidad es aconfesional y nosotros adoramos al Dinero Todopoderoso. En una auténtica laicidad no cabe más sacralidad que el respeto a todo ser humano. Y vosotros, cuando venís aquí, experimentáis (a veces en carne propia) la falta de respeto con que nosotros tratamos a los pobres, mientras doblamos nuestra rodillas ante los millonarios.
En resumen: puedo concederte que no protestáis contra los “valores de Europa” (como algunos dijeron) sino contra la corrupción que hemos hecho de esos valores. Pero deberás reconocerme que el asesinato desautoriza toda protesta, por sagrada que parezca. Quizá nos encontraríamos más si, por ejemplo, vosotros leyerais a Camus y a Simone Weil (que propuso una “Declaración de los deberes del hombre”), y nosotros leyéramos a Ibn Arabi o a Rumí (con sus profesiones de una religión del amor).
Por J.I. González Faus, publicado en La Vanguardia

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