El que se busca, se pierde

Hay una palabra de Jesús que bien pudiera ser una de las más importantes claves de toda existencia humana: el que se busca a sí mismo, se pierde; pero el que entrega la vida, ese la gana. Para entender esta paradoja es bueno recordar que el ser humano no tiene su origen en sí mismo; la vida es un regalo, nos hemos encontrado con ella. ¿Quién nos la ha regalado? La naturaleza, dicen algunos; Dios, dicen los creyentes. Sea quién sea el dador, la vida es un don. La condición de posibilidad de vivir y de ser autónomo, la condición de ser, es dejar de pertenecer al dador, bien emergiendo de la naturaleza, bien saliendo de Dios. Si no salgo de Dios, si me quedo en el seno divino, no puedo ser autónomo, no puedo ser independiente. Ahora bien, dejar de estar en Dios, dejar la mente o el seno divino, tiene un precio: ser finito, limitado, precario. Dígase lo mismo si nos referimos a la naturaleza. Dejar de ser “natural” tiene un precio: la naturaleza puede acosarme, convertirse en mi oponente. Más aún, el ser libre e independiente tiene un precio: la posibilidad de utilizar mal la libertad y de renegar de mi finitud.

El hombre, desde que nace, muestra una tendencia a ordenarlo todo alrededor de sí mismo. Cree que todo le pertenece, que todo está a su servicio, empezando por su madre. El hombre comienza por pensar sólo en sí mismo, porque entiende que ahí está la felicidad. El hombre está curvado sobre sí mismo, no ve más que a sí mismo. Todo lo demás está en función de sí mismo. Y ahí es donde comienza a
equivocarse. Ahí está también la permanente posibilidad del pecado. Porque cuando sólo nos vemos a nosotros mismos, nos perdemos. Cuando queremos ser únicos, nos desligamos de la fuente de la vida; olvidamos de que la vida viene de otros y se sostiene gracias a otros. Nos encontramos, cuando salimos de nosotros mismos. Solo cuando nos abrimos el otro, cuando amamos y acogemos, nos encontramos. Al abrirnos ensanchamos nuestro yo. Pero este ensanchamiento es una consecuencia de una realidad más profunda: al abrirnos nos unimos, y al unirnos vivimos.

Por Martín Gelabert, OP. Publicado en Dominicos.org

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