Volver la vista atrás

Como si yo pidiera una limosna corriente
y en mi suplicante mano
un Extraño pusiera un Reino.
Emily Dickinson

Mañana viajo a Zaragoza para pasar con mi madre las vacaciones de Semana Santa. He oído en el telediario que se esperan unos tres millones y medio de desplazamientos por carretera durante estos días. Nunca sé si la cifra contabiliza vehículos o personas, pero de cualquier forma es mucha gente moviéndose de un lado a otro: para ver a la familia, para ventilar la casa del pueblo, para descansar, para anticipar un poco el verano, para conocer mundo, para hacer turismo cultural, religioso… Hay también quienes se desplazan para pasar unos días de retiro, en monasterios y centros de espiritualidad, profundizando especialmente en lo que estos días significan desde la perspectiva cristiana.
Es curioso, pero la Pascua suele verse como la culminación de un proceso. En el caso de Jesús de Nazaret, la resurrección es el último y definitivo episodio de su vida/muerte. Si nos situamos en ese camino de conversión que se supone que es la Cuaresma, la Pascua representa la luz al final de túnel. Si nos centramos en esos tres días calificados como santos –jueves, viernes y sábado–, la mañana del domingo es el último peldaño, la cumbre de la ascensión, el regalo tan esperado como gratuito que niega la última palabra al dolor y a la muerte. Sin embargo, la Pascua no es el final, sino el comienzo. Y no solo porque la experiencia de la resurrección, fuera cual fuera su naturaleza y contenido, marcó el principio de la fe cristiana, sino también y sobre todo porque a la luz de esta experiencia, que antes que nadie tuvieron las mujeres, se interpretaron y reinterpretaron la vida, la muerte, las palabras, los gestos y las acciones de Jesús. Sin esa experiencia de que el mismo que había muerto en la cruz estaba vivo, cuyas pioneras –repito– fueron las mujeres, todo lo relativo a aquel galileo que pasó haciendo el bien habría tenido otra lectura y, desde luego, otra memoria.
¿Qué significa eso hoy, aquí y ahora? No lo sé, pero al ver en el calendario estos días de Semana Santa, de pronto, me he dado cuenta de que el sentido de las cosas suele encontrarse volviendo la vista atrás, releyendo lo ya vivido a la luz de lo experimentado después. Quizá por eso, muchas veces, cuando un proyecto –laboral, afectivo, vital– no sale bien, no solo afecta al presente y al futuro, sino también al pasado, tiñendo de fracaso incluso los momentos que no pronosticaban nada malo o doloroso. Quizá por eso, cuando experimentamos que la vida se abre camino, lo vivido se resignifica, los malos ratos cobran sentido y los buenos se ven como proféticos aperitivos de lo que entonces nos esperaba, tal vez sin saberlo, y ahora es realidad.
De todas formas, volver la vista atrás desde la experiencia presente y reinterpretar el pasado a su luz no hace que las manillas del reloj giren en dirección contraria, no permite volver a vivir, no coloca de nuevo en la casilla de salida. Si las mujeres no hubieran seguido a Jesús de Nazaret hasta Jerusalén, si no hubieran acudido a la tumba, no la habrían hallado vacía.
Hay que tener la mano abierta y tendida para que alguien ponga sobre ella un Reino.
Por María José Ferrer Echávarri. Publicado en 21RS

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