Sobre el agradecimiento

Cuando crecía, tuve fugaces experiencias de agradecimiento, todas ellas autoreferenciales y ligadas a una extraña comprensión, creo que americana por antonomasia, o al menos moderna, de las bendiciones como algo en plural y algo que era el resultado del esfuerzo humano. Sentí agradecimiento cuando toqué el "Schmuche Dich" en el único recital de órgano que una vez dí: una obra no particularmente complicada, pero en la que las notas están tan expuestas y tan perfectamente entretejidas que no sólo una nota equivocada, sino cualquier omisión, habría resultado espantosamente obvia. Me sentí agradecido cuando mi amiga Gale y sus compañeras de equipo ganaron el campeonato de fútbol del estado. Me sentí agradecido por la larga vida de mi abuela cuando falleció.

Fue en la facultad cuando por primera vez me dí cuenta que la gratitud es algo más que una emoción momentánea. Mi mejor amigo David estaba en Alcohólicos Anónimos. En la metodología de esta organización, cultivar el agradecimiento es el antídoto del alcohólico en rehabilitación para no caer en el estrés que anteriormente le llevó a la bebida. Desde fuera, todavía parecía ser una mera táctica utilitaria. Hasta que David cogió el SIDA. Era finales de los ochenta y todavía no había tratamiento, por lo que contraer el SIDA equivalía a una pena de muerte. David era la persona más vibrante que había conocido nunca y verle consumirse fue brutalmente doloroso. Y, al mismo tiempo, brutalmente agradecido. Él continuó redactando su lista de agradecimientos cada día, sin importarle las indignidades a las que le llevaba su condición. Aún así, mi mente y mi corazón se rompían. Cuando se acercaba el final de su vida, yo tenía un viaje previamente programado a California y él me animó a realizarlo. El domingo, fui a misa en la Catedral de Santa María de San Francisco, una iglesia de la que había oído burlas y a la que acudía predispuesto a que no me gustase, ya que nunca había sido un fan del hormigón. Pero el lugar resultó ser más acogedor de lo que había previsto, su altura perfecta para no hacerme sentir pequeño y, en la comunión, cantamos el himno contemporáneo "Soy el Pan de Vida". Nunca lo había escuchado o cantado antes. Me llevó a las lágrimas. Allí, al pie del altar, me dí cuenta que aunque estaba a un continente de distancia de mi amigo moribundo y aunque su enfermedad parecía cuestionar todo lo que quería creer sobre un Dios bueno y justo, en realidad en el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo, el sufrimiento de mi amigo no era disminuido sino elevado. Sería falso decir que esta experiencia me permitió encontrar un sentido a la enfermedad de David, mucho menos a su muerte pocas semanas después. Pero, cantando el último verso "Sí, Señor, creo que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que ha venido al mundo" -y hay algo al cantar estas palabras que las dan una fuerza de la que carecen cuando son simplemente pronunciadas- , me dí cuenta como nunca antes de que el gran misterio de la Eucaristía es lo único que permitía al sufrimiento de mi amigo adquirir dignidad y no solo dignidad, sino significado eterno, Me sentí agradecido entonces. Todavía me siento agradecido. El sufrimiento más horrible y el abismal vacío de la muerte tienen significado, que es lo que queremos.

Esta semana, dos asuntos han llamado  mi atención. Son el tipo de cosas que solían enfadarme pero que ya solo me ponen triste. La primera fue una reseña del nuevo libro de Katha Pollith defendiendo el aborto, "Pro". La reseña fue escrita por Connie Schultz y publicada en el Washington Post de este fin de semana. Schultz comienza así:

Katha Pollith tal vez no aprecie que comience mi reseña con su descripción de su propia experiencia de la maternidad, pero es mi intento por ampliar su audiencia más allá del círculo previsible de su librito. "La gente piensa en las mujeres embarazadas como débiles y vulnerables, pero cuando estaba embarazada de mi hija sentía como si pusiese mi mano en el fuego y sólo ardiese", escribe en "Pro". "Nunca me sentí sola: eramos dos siempre allí. Nunca pensé en mi hija como un mero embrión o feto. Pensaba en ella primero como una curiosa criatura pequeñita de sexo indeterminado y luego como un bebé, aunque sólo lo fuese en mis pensamientos". 

Por afirmar lo que debería ser obvio, Pollith, como la mayoría de las mujeres que defienden el aborto, celebran la maternidad como una elección.

"Un bebé (...) sólo en mis pensamientos". ¿Daba patadas el bebé? ¿Da patadas un pensamiento? ¿La maternidad no es nada más que una elección? ¿Cuando "una elección" se convierte en "una persona? ¿Cuando lo decidimos nosotros? ¿Puede este orden ser revertido, es decir, podemos decidir que alguien es indeseable, convertirlo de persona a elección y entonces eliminarlo? Esta última pregunta no es meramente escolástica porque Pollith y Schultz llaman la atención sobre el caso de Sherri Chessen Finkbine que públicamente fue a Suecia en 1962 para practicarse un aborto cuando descubrió que su hijo tendría un defecto de nacimiento, Entonces, Schultz añade: "En la misma década, una epidemia de rubeola que causó que miles de bebés nacieran con discapacidades obligó a los americanos a "escuchar a respetables mujeres blancas que exigían el derecho a poner fin a sus embarazos", escribe Pollith". En este mundo feliz de mujeres empoderadas y valientes que exigen el control sobre sus cuerpos, me pregunto si Pollith y Schultz tendrían el valor de celebrar el caso Finkbine y otros similares frente a un público compuesto de personas con discapacidad. Esta visión del mundo es la de la elección del consumidor, no de la maternidad. El problema no es solo que esté mal, que lo está, sino que está tan empobrecida, tan falta de agradecimiento por el regalo de la vida humana, la impredicibilidad de las almas, el drama, el amor y, sí, el sufrimiento (porque el amor siempre incorpora el sufrimiento) de las relaciones humanas. Me pone triste.

El segundo asunto fue un artículo en el Atlantic que me envió un amigo. Incluía esta cita de un ensayo de Bertrand Russell:

Que el hombre es producto de causas que no tenían previsión alguna del fin al que se dirigían, que su origen, su crecimiento, sus esperanzas y miedos, sus creencias y amores no son sino el resultado de la colocación accidental de átomos; que ningún fuego, ningún heroísmo, ninguna intensidad de pensamiento o acción, pueden preservar la vida individual más allá de la tumba; que todo el quehacer de la historia, toda la inspiración, toda la devoción, toda la claridad de los genios humanos, están destinados a la extinción en la vasta muerte del Sistema Solar; y que el entero templo de los logros del hombre debe inevitablemente ser enterrado bajo el debris de un universo en ruinas; todas estas cosas son tan próximas a la certeza que ninguna filosofía que las rechace puede esperar permanecer. Solo con el andamiaje de esas verdades, solo con el firme fundamento de la desesperanza inquebrantable, puede por tanto la habitación del alma ser sólidamente construida.

La palabra "andamiaje" aquí me trae a la mente, no los andamios que apoyan una nueva obra arquitectónica, sino ese cadalso en el que los criminales, reales o supuestos, eran colgados o decapitados. Detrás de la valiente denuncia del sentido religioso de Russell está la no tan valiente, y demasiado horrible, conclusión de que, ya que los seres humanos somos tan pequeños, tan insignificantes, podemos aspirar a convertirnos en nuestros propios dioses. Es el primer pecado, el deseo de ser como dioses porque no estamos satisfechos con nuestros dones como humanos. ¿Por qué debemos fundarnos en la "desesperanza inquebrantable"? No me parece que deba hacer tal cosa, entre otras cosas porque este triste texto me ha llegado a través de un nuevo amigo, alguien que el año pasado no sabía que existía pero que me fue presentado y que pronto llegó a alcanzar esa amistad cor ad cor loquitum que suele caracterizar la fraternidad cristiana. Me pregunto qué experiencia tenía el señor Bertrand Russell de conocer nuevos amigos. ¿Estaba agradecido como lo estoy yo? ¿O cada nuevo ejemplo de este particular gozo de encontrar a un nuevo amigo una fuente adicional de "desesperanza inquebrantable" para él? ¿Y siguió encontrando alegría en sus viejas amistades, como yo he sido bendecido en encontrar, una y otra vez? La cosmovisión de Russell y sus herederos intelectuales no solo es errónea sino triste, muy triste.

Esta mañana, me han venido en mente dos líneas de una poesía de Joseph Brodsky, de feliz memoria, que contienen más verdad que los manifiestos modernos de la señora Pollith y del señor Russell:

"Todavía hasta que la arcilla marrón haya sido tritutada bajo mi laringe, sólo agradecimiento brotará de ella".

La modernidad me exige rezar con los ojos abiertos, por tomar prestada una frase de Walter Lippmann. Brodsky estuvo certero en incluir la palabra "todavía". La modernidad no nos exige repetir el pecado de Adán y Eva y comer la fruta prohibida del orgullo: Brodsky fue tan moderno como Russell. Pero una vida sin agradecimiento es una vida triste, una vida vacía, en la que los niños se convierten en elecciones, en la que la desesperanza invita a una pose y no a un abrazo y en la que la auténtica amistad es imposible. Estoy contento de no vivir en un mundo así. Confío en que nadie viva por completo en ese mundo. Esa es la "cultura de la muerte". Dadme la "cultura de la vida" y la "alegría del Evangelio" cualquier día -y cada día" en la comprensión de nuestra propia experiencia. Las fuentes más profundas de agradecimiento emergen del pie de la Cruz y de la tumba vacía. Bebe abundantemente de esa ladera de Jerusalén y nunca más volverás a tener sed. El agradecimiento no es una emoción pasajera, sino una afirmación de fe, una postura nacida de la fe, exigida por la fe y bendecida por la fe. Es el agradecimiento el que nos permite enterrar a los viejos amigos y dar la bienvenida a los nuevos, recibir la vida como un regalo que debe ser conservado, un compromiso con los seres humanos reales, vivos, con los que nos encontramos. La gratitud es el reconocimiento, hecho con los ojos abiertos, de que Dios es bueno con nosotros, tan bueno que, imitándole, nosotros podemos ser verdaderamente buenos con los demás. El agradecimiento destruye el mito de la monotonía humana y nos despierta a la genuina novedad de la creación y a la genuina novedad de la Nueva Creación.

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