Juan Pablo II, atlante del milenio

Por José María Martín Patino. Publicado en El País (03.04.2005)
Ha fallecido el papa Karol Wojtyla. Finaliza el segundo pontificado más largo de la historia de la Iglesia: 26 años y medio. Sólo el de Pío IX le superó en seis años (1846-1878). El hecho de que cada uno de estos dos pontificados llenara más de un cuarto de siglo, en el XIX y el XX, los convierte ya de por sí en papados de referencia. Nadie negará a Wojtyla la experiencia personal de las dictaduras nazi y comunista. Desde el solio pontificio pudo además contribuir de forma patente al estruendoso derribo del muro de Berlín. Pío IX tuvo que vivir como prisionero dentro de los muros del Vaticano. Juan Pablo II, en cambio, ostenta el récord mundial de peregrino y mensajero de la paz con más de millón y medio de kilómetros recorridos en los 146 viajes dentro de la península italiana y 104 visitas apostólicas a las comunidades de todos los continentes. Los 3.000 discursos pronunciados en estos encuentros hay que sumarlos a las 14 encíclicas, 14 exhortaciones apostólicas y 40 cartas apostólicas. Hasta las conversaciones espontáneas con los periodistas que solían acompañarle en el avión fueron diseñando su imagen mediática y las dimensiones globalizadoras de sus actuaciones. Su obra hercúlea es comparable con la del Atlante del mito griego. Ha muerto un atleta de la fe católica.
Los medios fueron sus aliados más poderosos. Las nuevas tecnologías de la comunicación, antes de él poco más que toleradas en la Iglesia, ahora fueron integradas en la misión pastoral del pontífice. Indirectamente, el Papa convocó a los profesionales de los medios para dar plenitud a su proyecto. Quizá buena parte de este éxito se ha debido a su carisma personal. Lo cierto es que Karol Wojtyla introdujo su ministerio y la imagen del Papa en una nueva ágora de dimensiones cósmicas. El tiempo dirá si por esta presencia simbólica de las personas y de las instituciones religiosas se puede recuperar un nuevo estatuto público y si se puede legitimar en la posmodernidad esta nueva presencia real del mensaje religioso. Los medios de comunicación, como principales conductos de la globalización, se han convertido también en factores de legitimación. En este sentido, el Papa hirió al liberalismo en la dovela clave de su arco ideológico: la separación entre religión y sociedad, entre la profesión individual de la fe y la actuación pública de la misma. El cristiano hoy no tiene por qué avergonzarse del evangelio. Y esto tiene que hacerlo públicamente sin desestimar los medios de comunicación.Esta condición itinerante constituye la gran novedad del pontificado. Ningún Papa, en los últimos siglos, ha insistido tanto en la presencia de símbolos dirigidos a toda la humanidad. Derrotado el movimiento comunista como agitador social de masas, Karol Wojtyla se dirige al pensamiento liberal que reduce el fenómeno religioso a un simple hecho subjetivo o privado. La Iglesia posconciliar corría el riesgo de ocultarse en la diáspora. Quiso abrazarla y sostenerla con sus propios brazos, porque sentía la necesidad de hacerla públicamente visible. Identificó su ministerio y su persona con la dimensión universal de la Iglesia. Los términos universal y católica tienen un contenido teológico distinto, aunque en la nueva sociedad mediática aparezcan como equivalentes. Se trataba de dar especial énfasis a los signos religiosos dirigidos al mundo y a la mentalidad de los hombres y mujeres actuales de todas las clases y categorías. De hecho, Wojtyla consiguió una nueva forma de presencia de la Iglesia en el mundo actual y hasta una manera distinta de entenderse directamente con la sociedad, sin pasar por la mediación del Estado, con el que se mostraba tan exigente en la defensa de las libertades y derechos humanos, y muy especialmente con los principios morales católicos de la procreación. Por eso multiplicó su presencia hasta confines increíbles, acercándose a todos y cada uno. Su figura, sus gestos, sus dotes de comunicación con las masas, los encuentros interreligiosos, las grandes concentraciones y la multiplicación de beatificaciones se encadenaban en una serie de acontecimientos que la televisión, la radio y la prensa no podían ignorar. Los medios de comunicación social buscan eventos espectaculares. En el mundo mediático actual todo acontecimiento no puede menos de ser narrado o comunicado al conjunto de la sociedad. El Papa se hizo él mismo noticia.
Este estilo tiene su proyección inevitable en la estructura interna de la Iglesia. El primer efecto visible es de concentración de poder. No pocos lo entenderán como centralización de la organización de la Iglesia, contraria a su naturaleza sinodal, con el consiguiente desequilibrio entre el primado romano y el gobierno colegial de los obispos recomendado por el Concilio. Habrá que tener en cuenta el esfuerzo paralelo que hizo Wojtyla por celebrar los sínodos regionales con la jerarquía de cada región. Tanto la lectura "conservadora" como la "progresista" de esta ubicuidad personal resultan claramente insuficientes. No sería justo tomar de este pontificado sólo un aspecto o una parte del mismo. Fue recibido por los gobiernos de los países como soberano del Estado Vaticano, pero su misión era religiosa. Creía personalmente que los "signos de los tiempos" anunciaban una nueva primavera cristiana, precisamente mientras la secularización, las crisis de fe y el abandono de las prácticas religiosas convertían en minoritarias a las Iglesias de los países tradicionalmente más católicos.
La Iglesia del futuro difícilmente mantendrá la continuidad de Wojtyla, aunque fuera en tono menor. Él mismo exigía que le siguieran con más coraje. No me sorprenden los juicios más opuestos sobre estepontificado que ahora termina. Entre los mismos eclesiólogos e historiadores habrá quienes lo exalten y quienes lo critiquen duramente. En realidad, hasta los más fieles al evangelio se convirtieron en piedra de escándalo para unos o para otros.
Recordamos, con especial emoción, aquel primer grito de su pontificado en la explanada de la basílica de San Pedro en la misa pontifical de su coronación: "¡No tengáis miedo. Abrid las puertas a Cristo!". Fue su primer alegato contra el temor que, a su manera de ver, ahogaba la acción apostólica de la Iglesia. Nunca habíamos contemplado a un Papa que, al final de la celebración litúrgica, rompiera el protocolo y se adelantara hasta la primera fila del público enarbolando el crucifijo de su báculo y mostrándolo de forma expresiva a los cientos de miles de personas que allí y a través de la televisión contemplaban con manifiesta curiosidad la imagen del nuevo Papa. Bajo aquellos ademanes latía el desafío por la libertad de la Iglesia y del evangelio.
En las celebraciones académicas de las bodas de plata pontificales, septiembre y octubre de 2003, sorprendió que los cardenales encargados de presentar las actuaciones y palabras más sobresalientes del pontífice no se refirieran a la cuestión del perdón, más de 100 veces implorado en los discursos de Juan Pablo II. Luego aprovechó el mismo Papa la homilía de la misa jubilar del día 16 para concluir con una invocación al perdón por el mal que pudiera haber causado con su ejemplo. Él mismo tuvo que destacar el otro rasgo más sobresaliente de su pontificado. El historiador Alberto Monticone, durante seis años presidente nacional de la Acción Católica Italiana, que trató personalmente a Juan Pablo II, llega a afirmar que "en la petición de perdón a todos reside la última clave de los viajes de Juan Pablo II". Aleccionado por el Concilio y por el ejemplo de sus antecesores los papas Juan y Pablo, Wojtyla vio en el jubileo del tercer milenio la gran ocasión para entonar un mea culpa histórico que, al menos en parte, descargara a la Iglesia del peso de los muertos y la liberara de la prisión del pasado.
Ya en 1978 sorprendió su convicción profunda de que Dios le había encomendado preparar e como tiempo del adviento, de esperanza en ese gran acontecimiento del que le separaban 22 años. Nos enteramos después de que Wojtyla confió a su amigo íntimo el cardenal de Varsovia, Wyszynski, en cuanto fue elegido Papa, el sentimiento profundo recibido de Dios: "Tú debes llevar la Iglesia en el tercer milenio. Y él quiere que entre menos gravada por el peso de la historia, más reconciliada con el resto de las comunidades cristianas, con lazos de amistad con todas las religiones y con todos los hombres de buena voluntad". Wojtyla provenía del sector eclesial valiente y resistente al marxismo sin las claudicaciones que habían tenido, por ejemplo, ciertos obispos húngaros. Aportaba la nueva experiencia eslava y era reconocido políglota. Su buena salud alejaba el espectro de una muerte fulminante que había traumatizado a los electores del papa Luciani.

Para conseguir el perdón puso en marcha novedades sorprendentes: comenzar él mismo en nombre de la comunidad católica a reconocer los errores cometidos por los hijos de la Iglesia en tiempos pasados, visitando las comunidades que en otros tiempos sufrieron violencia por culpa de la Iglesia, tales como la comunidad judía, los cristianos separados, las víctimas de la trata de negros y de la Inquisición, etcétera. Se reunió más de 40 veces con los indígenas de América y con los nativos de todos los continentes y cinco veces reconoció expresamente las injusticias que los cristianos cometieron con ellos. Se da cuenta de que la frontera con el islam continúa siendo la más difícil. A pesar de la ausencia de respuestas, él lanza tres mensajes: cristianos y musulmanes son hermanos del mismo Padre; ambos deben superar el pasado de guerra que nos separa; esto sólo puede conseguirse a través del mutuo perdón. Rehabilita, en cierto modo, la figura de Lutero cuando en Paderborn dice: "Hoy, 450 años después de la muerte de Martín Lutero, el tiempo transcurrido nos permite comprender mejor a la persona y la obra del reformador alemán y ser más justos con él". En tres ocasiones se refirió a los "errores" de la Inquisición y en una de ellas habló claramente de los "métodos de intolerancia e incluso de violencia". Precisamente esta cuestión histórica le afectaba de manera especial y pidió a la comisión teológico-histórica del Comité del Gran Jubileo que organizara dos congresos internacionales sobre la verdad histórica y teológica de aquellos tribunales (1999).
Ya en noviembre de 1994 publicó la encíclica Ante el tercer milenio, en la que pide a la Iglesia que "asuma, con una conciencia más viva, el pecado de sus hijos recordando todas las circunstancias en las que, a lo largo de la historia, se han alejado del Espíritu de Cristo y de su evangelio, ofreciendo al mundo, en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo. Es bueno que la Iglesia dé este paso con la clara conciencia de lo que ha vivido en el curso de los últimos 10 siglos. No puede atravesar el umbral del nuevo milenio sin animar a su hijos a purificarse, en el arrepentimiento, de errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes" (n. 33).
El estudio La Iglesia y las culpas del pasado fue propuesto a la Comisión Teológica Internacional de parte de su presidente, el cardenal Ratzinger, con vistas a las exigencias del Jubileo del año 2000. Dicha Comisión celebró sesiones en 1998 y 1999; fruto de las mismas fue un extenso documento que desarrolla el proceso necesario de lo que el Papa llama, en la Bula de Jubileo, purificación de la memoria. "Consiste en el proceso orientado a liberar la conciencia personal y común de todas las formas de resentimiento o de violencia que la herencia de culpas del pasado puede habernos dejado, mediante una valoración renovada histórica y teológica, de los acontecimientos implicados, que conduzca, si resultara justo, a un reconocimiento correspondiente de la culpa y contribuya a un camino real de reconciliación".
Las comunidades de creyentes en todos los continentes son los verdaderos santuarios de la fe cristiana a los que peregrinó el papa Wojtyla y sobre los que consiguió centrar la atención del mundo moderno. Buscaba para la Iglesia una forma nueva de presencia. En los países avanzados de más profunda tradición religiosa, la cultura católica ha perdido peso en la opinión pública. Incluso el magisterio eclesiástico ha sufrido un duro golpe en su autoridad moral. Las comunidades de fe pueden ser minoritarias, pero no marginales. La sal y la luz son imprescindibles para la vida. Por otra parte, emergen con fuerza en la memoria colectiva los errores del pasado. Con este magisterio itinerante, el Papa trataba de purificar esa memoria y pedía perdón. Así abría el camino al diálogo y la reconciliación, imprescindibles para la nueva evangelización. A esta revisión sometió su mismo ministerio petrino y no dudó en pedir perdón para él y para sus antecesores (Ut unum sint,1995).
Buena y urgente lección para los españoles, a quienes nos horroriza pensar en nuestro pasado religioso reciente. Buscamos la reconciliación y el diálogo, pero no acabamos de enfrentarnos con las culpas de nuestro pasado. Purificar nuestra propia memoria colectiva sería el mejor homenaje a Juan Pablo II de los católicos españoles.

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