Reflexiones teológicas para la Cuaresma: Dios nos quita nuestros pecados

Por Carlos F. Barberá, publicado en Atrio

La tradición cristiana ha honrado siempre a Jesús como el que “quita el pecado del mundo”, una fórmula aparentemente desmentida por la experiencia. Aunque el uso público de esta palabra se ha casi desvanecido, el pecado no ha desaparecido de la tierra: el hambre, la guerra, la droga, el desamparo, la violencia son el pan nuestro cotidiano. ¿En qué sentido, pues, se puede decir que Jesús quita el pecado del mundo?
Para poder responder a esta cuestión es necesario ampliar la noción de pecado. El pecado no es lo que se opone a las normas de Dios sino lo que se opone al establecimiento de su reino, que es el reino de la fraternidad. Jesús vino a anunciar el reino que convierte en hermanos a todos los seres humanos, como hijos del mismo Padre. Lo que obstaculiza su manifestación, lo que impide su establecimiento es el pecado.
Cuando la revolución francesa, haciéndose eco, sin quererlo, de una herencia cristiana, proclamó como tercera virtud ciudadana la de la fraternidad, no era consciente de la ingenuidad de su propuesta. Si la libertad y la igualdad pudieron hacer algún camino, la fraternidad quedó varada en la cuneta. Porque, en efecto, no parece una actitud razonable.
Alguna vez he defendido mi convencimiento de que el mal y la indiferencia son lo más propio del ser humano: Pudiendo situarme entre los triunfadores ¿por qué buscaría mi sitio, voluntariamente, entre los oprimidos? Si de una afirmación engañosa obtengo un beneficio ¿por qué decir una verdad que acaso me perjudique? Si dispongo de bienes ¿por qué los darbuscaría mi sitio, voluntariamenerjudique? Si dispongo de bienes ¿por que construyen la fraternidad. Para hacerlas posibles, paría a otro pudiéndolos emplear en mi regalo? Nuestra debilidad, la necesidad de defendernos del mundo entorno, las convenciones sociales, todo conspira para hacernos egoístas, insolidarios, autistas.
Jesús nos libra del pecado porque nos empuja a ser de otra manera. No sólo nos manda que demos a quien nos pida, que prestemos a quien no puede devolvernos, que acompañemos dos millas a quien va a recorrer una. Nos da un mandamiento siempre nuevo, el de dar la vida por los demás. Pensamos que se trata de exigencias excesivas y sin duda lo son pero también son un acicate permanente para la bondad, para la entrega fraternal.
Pero Jesús no es solamente un maestro de moral semejante a otros, un espejo para conductas generosas. Si así fuera, no podría evitar las desviaciones de sus seguidores. Marxista él mismo pero pensador avisado, Ernst Bloch decía: “En el citoyense escondía el bourgeois; Dios nos libre de lo que se esconde en el camarada”. Pues del mismo modo puede decirse –y la historia lo ha verificado muchas veces- Dios nos libre de lo que se esconde en un cristiano. Si Jesús fuera únicamente un maestro, no podría garantizar que su espíritu perdurase. Para que eso sea posible, Jesús nos ha dejado su Espíritu. Es él quien nos renueva permanentemente, quien nos permite verificar la frase de Isaías: Yo estoy haciendo algo nuevo,
¿no lo notáis? En mi opinión, todo gesto de verdadera generosidad, por pequeño que sea, es una obra del Espíritu, un milagro –si se quiere utilizar esta palabra- que va contra lo que sería previsible por la naturaleza. Por el Espíritu que nos ha derramado, Jesús nos quita nuestros pecados porque nos hace compasivos y generosos. No sólo nos anima a serlo.
Pero eso no es todo. Un componente insoslayable de nuestra condición humana es la relatividad. Todo lo humano tiene un carácter provisorio, circunstancial. Incluso lo más glorioso, lo más heroico, lo más profundo lleva dentro de sí el gusano de lo ambiguo y lo relativo. No sin razón se ha podido definir al hombre como una pasión inútil.
La vida de Jesús nos ha mostrado que en lo relativo puede habitar lo absoluto y su enseñanza nos dice que, puesto que él era el primogénito, su destino es el nuestro también. “El último día, el más solemne de las fiestas, Jesús, en pie, gritaba:- ´El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí, que beba. Como dice la Escritura: de sus entrañas manarán torrentes de agua viva`.” (Jn 37-39) En este pasaje solemne Jesús nos garantiza que nuestros actos de bondad no se pierden, todo lo contrario, se cargan de definitividad. No es el mal el que tiene la última palabra sino el bien. San Pablo expresaba estaconvicción cuando decía que “en todas las cosas somos vencedores por aquel que nos ha amado” (Rom 8, 37). Contra lo que nos muestra la experiencia, el Espíritu “de la vida y la paz” (Rom 8,6) devolverá al Padre a la humanidad renovada, posibilitando que finalmente “Dios sea todo en todos” (1 Cor 15,28)
No me adhiero a la idea de que Dios nos perdona. Quien perdona es el que se siente ofendido y ¿puede Dios realmente ofenderse? En mi opinión, hay que utilizar una expresión distinta. Dios nos limpia, nos purifica, nos transforma. Dios ha compartido su vida con nosotros, nos ha dejado su Espíritu y, por escaso que sea nuestro bagaje de bondad, lo ha transformado por su propia luz. ¿Quién puede ser tan presuntuoso que no reconozca al menos la ambigüedad de su vida y sus acciones?. Y sin embargo a la vez Juan pudo exponer su convicción de que “aún no se ha manifestado lo que seremos porque, cuando se manifieste, lo veremos tal cual es porque seremos semejantes a El” (Jn 3, 2)
Pero aún queda un capítulo importante. Hasta ahora hemos hablado de las obras de bondad, de fraternidad y de quienes las han sembrado, muchas o pocas, para sostener que nada de lo sembrado se pierde. Pero a lo largo de la historia son innumerables los que no han actuado sino padecido. El número de las víctimas es infinito. La teología va llegando cada vez más a la convicción de que no puede hablar de Jesús como el que quita el pecado del mundo si no postula, si no reclama, si no espera la justicia para las víctimas. Que Jesús quita el pecado del mundo tiene también y sobre todo un significado escatológico. Al final las víctimas no serán olvidadas sino que, como soñaba Bernanos, despertarán un día sobre los hombros de Cristo.

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