La brisa que serenará nuestros miedos
Juan nos presenta una escena en la que los discípulos y discípulas de Jesús se encuentran escondidos/as y llenos/as de miedo. Las palabras de María Magdalena anunciándoles que el Señor y Maestro estaba vivo (Jn 20, 18) no parecían suficientes para fortalecer su fe y su esperanza.
La noche seguía rodeándoles y el desaliento les hacía vulnerables a las amenazas de quienes seguían cerrados a la oferta salvadora de Jesús. No querían dejar la seguridad de la casa, se sentían abandonados/as y quizá tentados/as a abandonar la causa que había movilizado sus vidas.
Comenzaba el domingo y reunidos/os entorno a la mesa en la que tantas veces se habían encontrado con Jesús, en la que junto al pan y el vino sus mentes se llenaban de recuerdos, de experiencias compartidas, de palabras que habían cambiado sus vidas. Pero el miedo seguía siendo más fuerte que la memoria de lo vivido junto a Jesús y se agarraban a las pocas seguridades que les quedaban.
Cuantas veces, como ellos y ellas, sentimos que el miedo nos paraliza, nos encierra en nosotros/as mismos/as y nos ofrece argumentos para la impotencia, razones para renunciar a la esperanza, oscuridades que nos abrazan y justifican nuestra cobardía.
Les enseñó las manos y el costado.
En la noche de sus vidas casi sin deseos de que amaneciera, Jesús, se hace presente y los invita a abandonar el temor, a abrirse a la osadía de confiar en Él a pesar del fracaso de la cruz.
No les reprocha su conducta, ni les pide actitudes heroicas. Sencillamente les ofrece la paz. Una paz que les ayude a mirar de frente, acogiendo su propia fragilidad e impotencia. Una paz que los libere de sus temores y recelos y los capacite para el perdón y la reconciliación con los enemigos de dentro y de fuera. Una paz que serene su corazón y les ayude a ponerse de nuevo en pie, con valentía y decisión. Una paz que los haga de nuevo discípulos y discípulas.
Ahora son de nuevo enviados/as a anunciar la Buena Noticia de un Dios siempre amor y perdón. A construir comunidades liberadas y liberadoras, acompañadas y acompañantes, pacificas y pacificadoras.
Hoy también cada una de nosotras y de nosotros estamos invitadas/os a acoger esa paz sabiendo que no nos ayudará a tranquilizar nuestras conciencias ni a conformarnos con aquietar nuestro espíritu, sino que nos hará más conscientes de la misión a la que somos enviadas/os.
Una paz que, en la misión, nos posibilitará caminos de encuentros, de discernimiento y consenso, y nos facilitará mantener viva la memoria de la esperanza. Una paz que no silencia el conflicto, sino que lo atraviesa y lo reconcilia. Una paz que no necesita tratados que la aseguren porque ella misma es el verdadero antídoto a la violencia, al odio y a todo lo que quiebra el futuro.
Recibid el Espíritu Santo
No es fácil acoger esa paz, pero la santa Ruah de Dios permanece con nosotras y nosotros. Ella será nuestra brújula para seguir siempre los senderos de la bondad y el perdón. Ella será la brisa que serenará nuestros miedos y nos invitará a confiar siempre en las posibilidades de todo ser humano. Ella nos ayudará a sanar nuestras heridas, a tender puentes con lo distinto y enfrentado porque no es el pecado lo que importa sino reconstruir toda vida rota, hacer florecer lo posible e incluir todo lo que permanecía disperso.
Esa es la promesa de Jesús resucitado y esa es nuestra tarea.
Por Carme Soto Varela. Publicado en Fe Adulta
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