El perdón cambia el rumbo de la historia
Hablamos con Mar Álvarez, misionera idente y psiquiatra, sobre las consecuencias para la propia salud y para toda la humanidad
Dice el Catecismo de la Iglesia Católica que el perdón es testimonio de que el amor es más fuerte que el pecado, y que no tiene límite. El propio Jesús lleva hasta el extremo ese perdón, que, a lo largo de la historia, ofrece a todos. La propia palabra, en su raíz etimológica, ya nos habla de una potencia extraordinaria. Per y donare nos remiten a algo más que dar, a ofrecer más de lo merecido, de lo que sería justo.
Llevamos siglos escuchando hablar sobre el perdón y renovando cada día esta promesa que, en el fondo, es de amor. Vemos en él un bien. Hablamos a nuestros hijos de que es necesario personar, predicamos el perdón. Sin embargo, a pesar de todo esto, sigue siendo un camino que va a contracorriente, que rompe esquemas y, en ocasiones, muy difícil de transitar. Por ejemplo, en la psicología no se asumió hasta mediados del siglo pasado que el perdón podía ser un camino para la sanación. Hasta entonces, las corrientes psicoanalíticas, las dominantes, no lo consideraban como una herramienta terapéutica. No lo contemplaban. Lo reducían al ámbito religioso y moral.
«Con la introducción del trastorno de estrés postraumático, se reconoce que el ser humano puede enfermar por un trauma que le provoca otro ser humano, y ahí se abren nuevas posibilidades terapéuticas. Se rescatan las virtudes clásicas y también se considera el perdón». Quien afirma esto es Mar Álvarez, misionera idente y psiquiatra infantojuvenil, especializada en atención del trauma, y profesora de la Universitat CEU Abat Oliba de Barcelona. Fue ponente el pasado mes de marzo en la segunda edición del Foro sobre el Perdón y la Reconciliación que, organizado por la Oficina para las Causas de los Santos y el Instituto de Espiritualidad de la Universidad Pontificia Comillas, abordó el poder terapéutico del perdón.
Desde aquel momento, y al observar los beneficios, surgieron a proliferar estudios que corroboran estos efectos en la salud mental y en el bienestar de las personas. Investigaciones realizadas, por ejemplo, por instituciones tan prestigiosas como la Universidad de Harvard. ¿Y cuáles son esos beneficios? Contesta de nuevo Mar Álvarez, en entrevista con ECCLESIA: «Hay menos depresión, menos ansiedad y menos hostilidad. Pero, además, hay mayor sensación de bienestar psicológico y físico. Te quitas un peso de encima, que se traduce en una mayor satisfacción con la vida y aceptación de uno mismo. Y también tiene un efecto en las relaciones personales, porque se es capaz de afrontar las situaciones difíciles de mejor manera. Cuando tienes una experiencia de perdón, sabes que la última palabra no la tiene el conflicto».
Álvarez desmonta la falsa creencia de que perdonar implica justificar el daño causado o incluso la reconciliación —sería «la matrícula de honor»—. También señala que perdonar es posible, aunque el causante del daño no pida perdón. Si lo hiciese, eso sí, allanaría el camino. Además, recuerda que para alcanzarlo hace falta un proceso largo, que tiene que pasar por varias etapas: aceptación del daño, renuncia a la venganza, separación del daño del agresor, el acercamiento y el perdón integral.
La psiquiatra recuerda una cita del filósofo Josep Maria Esquirol —«el mal aísla y endurece»— para afirmar que «la falta de perdón va a aislar y endurecer como pocas experiencias». Porque, añade, «si el perdón es terapéutico, el rechazo del perdón es enfermizo». Puede llegar a tener repercusiones físicas y empeorar cuadros psicosomáticos.
Y la falta de perdón es enfermizo en las dos direcciones: en la de la persona que no se abre a perdonar y en la de aquella que no acepta el perdón. El segundo caso es especialmente complejo, porque, además del daño, hay que asumir la culpa y, desde ahí, pasar al arrepentimiento.
Hay un caso paradigmático que Mar Álvarez trabaja con sus alumnos en la universidad, lo que viene a ser un contraejemplo. Se trata de la historia de Adolf Eichmann, el ideólogo de los campos de concentración, un criminal de guerra. Un hombre lúgubre, que tuvo que asumir muy pequeño la pérdida de su madre, con escasas habilidades sociales, fracasado… y que se hizo hueco en el régimen nazi. Un hombre que, según el análisis de los psiquiatras durante los juicios de Nuremberg, era una de las personas más sanas que habían visto. Y, sin embargo, no fue capaz de aceptar el daño que había hecho, de arrepentirse y abrirse al perdón.
Y tuvo una oportunidad, cuando en una visita a uno de los campos, le flaquearon las piernas al ver cómo unos jóvenes disparaban sobre las cabezas de los muertos apilados en hoyo. «Salí corriendo de allí. […] No soy lo suficientemente duro para soportar una cosa así sin reaccionar en consecuencia», cuenta el propio Eichmann.
Y concluye Mar Álvarez: «Esa experiencia podría haber sido un cambio de rumbo, el inicio del arrepentimiento y la apertura al perdón, pues tenía la potencia suficiente para desafiar su historia y la historia universal. Pero Eichmann ahogó esa brizna de aire fresco y la interpretó como una reacción de debilidad. Y esta es una de las posibilidades que hay de deformar todos estos procesos de perdón. El movimiento afectivo de compasión fue aplacado con un juicio falso y superficial. ¿Qué hubiera pasado si en ese momento se hubiera arrepentido? Queda a la imaginación de cada uno. Sin duda, la entrada del perdón cambia el rumbo de la historia».
Por Fran Otero. Publicado en Ecclesia
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