En medio de contrastes

Al inicio de un reciente viaje a Italia que comenzó en Roma y termino en Milán, mi mujer y yo tomamos un tren de Roma a Asís. Es la segunda vez que he hecho el viaje y mi reacción inicial en esta ocasión en esta ocasión es pensar que uno debería parar un día en medio para amortiguar el contraste entre las expresiones externas de poder papal en Roma y la simplicidad e incluso la quietud sagrada de los santos lugares de aquella localidad de Umbría.

Entonces llegó una segunda reflexión. Vivimos constantemente, ¿o no?, en esa tensión entre la autoridad y el carisma, entre la libertad exuberante y las necesidades institucionales, entre Francisco en el momento de su conversión y la realidad franciscana tal y cómo se ha desarrollado durante siglos.

La Iglesia, en sus formas institucionales más visibles, puede convertirse en un objetivo fácil, y a veces merecido. La traición contemporánea a la comunidad por sus líderes ciertamente será recordada como uno de los peores y más comprometedores momentos de su historia. La mejor esperanza -dado que somos humanos, no ángeles, y por lo tanto necesitamos instituciones- es que sobreviva purificada y hecha humilde en el mejor sentido.

Hemos sugerido en el pasado reciente que la Iglesia haría bien en desplazar la impresionante Piedad de Miguel Ángel desde la esquina del fondo a la derecha de la Basílica de San Pedro e intercambiar su lugar con el trono papal, para que esa representación de humildad y abandono sea nuestro centro de atención durante este tiempo de prueba.

Incluso en el mejor caso, sin embargo, la tensión permanece. Si hay una magnificencia arrebatadora en el Vaticano que inspira una cierta clase de admiración, es Asís y la realidad de su buen santo la que nos conduce a lo esencial, al misterio de Cristo, a las inmutables paradojas de la muerte como vida, de la vulnerabilidad como fortaleza, de la derrota como victoria. Y sin embargo pocos de nosotros viven en uno de los dos polos, al menos no por mucho tiempo. Yo no podría seguir los pasos y las prácticas del mendicante, como tampoco podría imaginarme vestido de seda aterciopelada y teniendo que cumplir protocolos de la corte del siglo XV mientras participo en las políticas vaticanas.

Recuerdo tener la misma sensación de estar a medio camino cuando acudí a la beatificación de Franz Jagerstatter en Linz, Austria, en 2007. Un simple jornalero, padre y esposo, para nada un radical, ciertamente no un pacifista (había pertenecido una vez al Ejército austríaco), concluyó, en su lectura de las Escrituras, que los alemanes estaban llevando a cabo una guerra injusta y se negó a servir a sus ambiciones. Y eso hizo. Su convicción fue tan profunda que fue encarcelado y decapitado en 1943 por su resistencia.

El obispo de Linz, en la ceremonia en la que se congregaron 5.000 personas en la catedral local, dijo que para Jagerstatter "el amor de Dios no permitía ninguna apatía. Exigía una clara diferenciación entre el bien y el mal".

Encontré fascinante, y todavía lo encuentro, que el papa responsable de su beatificación fuese Benedicto XVI. Al informar del acontecimiento, escribí:

"El joven Joseph Ratzinger creció en una serie de pequeñas ciudades en el sur de Baviera, solo a unas pocas millas de la localidad natal de Jagerstatter, Saint Radegund. Según Erna Putz, una periodista local y vieja amiga de la familia Jagerstatter,el futuro papa que declararía beato a Franz Jagerstatter visitó Saint Radegund de niño y recordó aquellas visitas durante una estancia posterior en la localidad como cardenal. Si hay un símbolo de la ambivalencia subyacente que a veces emerge aquí al conversar sobre la beatificación, es el hecho de que Ratziger, ahora el papa Benedicto XVI, fue, por un tiempo breve, miembro de las Juventudes Hitlerianas cuando tal militancia era obligatoria y vio sus estudios interrumpidos en 1943 cuando su clase del seminario fue obligada a prestar el servicio militar. Más adelante, todavía adolescente, fue incorporado al ejército regular y sirvió en varios puestos hasta que desertó en 1945, terminando como prisionero de guerra americano".


En 1943, aquel simple jornalero fue decapitado por su convicción. El mismo año, el seminarista fue forzado a unirse al ejército alemán y lo asumió. Me puedo ver mucho más claramente imitando el camino del joven Ratzinger que teniendo la valentía de la convicción hasta la muerte del adulto Jagerstatter.

La mayoría de nosotros no estamos llamados a tales extremos ni estamos forzados a tomar tales decisiones. Ciertamente he permanecido, a pesar de mis convicciones, a una distancia prudente de la prisión. Y sin embargo, entre Roma y Asís, entre el servicio militar obligatorio y el rebelde decapitado, no hay duda de qué polo nos empuja. Roma puede ser necesaria para un cierto orden y disciplina, pero reverenciamos lo que sucedió en Asís: eso es lo que canta a nuestras almas y nos llena de esperanza en tiempos oscuros. Comprendemos la necesidad que llevó a muchos jóvenes alemanes a unirse a las Juventudes Hitlerianas, por mucho que fuese a su pesar, o a ser barridos por una marejada de la historia que lleve a una clase de seminario a tomar las armas. Pero beatificamos al jornalero que leyó la Escritura y decidió que el único camino era decir no.

Me recuerdo, también, escribiendo a casa desde la habitación del hotel después de la ceremonia y subrayando que cada vez que estaba al borde de abandonar una institución que había traicionado tanto nuestra confianza, aquella institución hacía algo tan correcto y tan santo que me veía obligado a permanecer para ver que seguía. Tengo en mi cabeza con frecuencia una línea maravillosa de jesuita Fray Daniel Berrigan: "Vivimos en la intersección de libertades misteriosas, la de Dios y la nuestra".

Es fácil, dada la belleza natural de Asís y de la región circundante de Umbría, comprender que San Francisco se convirtiese en el patrón de lo que hoy llamamos "ecología integral", la conciencia de que ser plenamente humano es estar conectado con toda la creación y tratar esa creación con reverencia. Francisco el Santo, como escribe el papa que ha tomado su nombre, "nos invita a ver la naturaleza como un libro magnífico a través del cual Dios nos habla y nos concede vislumbrar Su infinita belleza y bondad".

La Tierra misma se nos presenta hoy como la cuestión que "no permite ninguna apatía". Es el asunto que podría llevarnos a todos a un momento extremo. La amenaza se nos recuerda con frecuencia, incluso por la abrumadora ciencia, y la conexión entre aquella realidad y nuestra fe se vuelve clara en la encíclica del papa Francisco, "Laudato Si, sobre el cuidado de nuestra casa común".

Por Tom Roberts. Traducido del National Catholic Reporter

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