La fuerza de la fraternidad, nueva frontera del cristianismo
Carta del papa Francisco al presidente de la Pontificia Academia para la Vida (extractos)
La comunidad humana ha sido el sueño de Dios desde antes de la creación del mundo (cf. Ef 1,3-14).
El Hijo eterno engendrado por Dios tomó en ella carne y sangre, corazón
y afectos. La gran familia de la humanidad se reconoce a sí misma en el
misterio de la generación. De hecho, entre las criaturas humanas la
iniciación familiar en la fraternidad puede ser considerada como un
verdadero tesoro escondido, con vistas a la reorganización comunitaria
de las políticas sociales y a los derechos humanos, tan necesarios hoy
en día. Para que esto pueda darse, necesitamos ser cada vez más
conscientes de nuestro común origen en la creación y el amor de Dios. La
fe cristiana confiesa la generación del Hijo como el misterio inefable
de la unidad eterna entre el “llamar a la existencia” y la
“benevolencia”, que reside en lo más profundo del Dios Uno y Trino. El
anuncio renovado de esta revelación, que ha sido descuidada, puede abrir
un nuevo capítulo en la historia de la comunidad y de la cultura
humana, que hoy implora un nuevo nacimiento en el Espíritu —gimiendo y
sufriendo los dolores del parto (cf. Rm 8,22)—. En el Hijo
unigénito se revela la ternura de Dios, así como su voluntad de redimir a
toda la humanidad que se siente perdida, abandonada, descartada y
condenada sin remisión. El misterio del Hijo eterno, que se hizo uno de
nosotros, sella de una vez para siempre esta pasión de Dios. El misterio
de Su Cruz —«por nosotros y por nuestra salvación»— y de Su
Resurrección —como «el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29)— dice hasta qué punto esta pasión de Dios está dirigida a la redención y realización de la criatura humana.
Hemos de restaurar la evidencia de esta pasión de Dios por la
criatura humana y su mundo. Dios la hizo a su “imagen” —“varón y mujer”,
los creó (cf. Gn 1,27)— como una criatura espiritual y sensible,
consciente y libre. La relación entre el hombre y la mujer constituye
el lugar por excelencia en el que toda la creación se convierte en
interlocutora de Dios y testigo de su amor. Nuestro mundo es la morada
terrena de nuestra iniciación a la vida, el lugar y el tiempo en los que
ya podemos empezar a disfrutar de la morada celestial a la que estamos
destinados (cf. 2 Co 5,1), donde viviremos en plenitud la
comunión con Dios y con los demás. La familia humana es una comunidad de
origen y de destino, cuyo cumplimiento está escondido, con Cristo, en
Dios (cf. Col 3,1-4). En nuestro tiempo, la Iglesia está llamada a
relanzar vigorosamente el humanismo de la vida que surge de esta pasión
de Dios por la criatura humana. El compromiso para comprender, promover
y defender la vida de todo ser humano toma su impulso de este amor
incondicional de Dios. La belleza y el atractivo del Evangelio nos
muestran que el amor al prójimo no se reduce a la aplicación de unos
criterios de conveniencia económica y política o a «algunos acentos
doctrinales o morales que proceden de determinadas opciones ideológicas»
(Exhort. ap. Evangelii gaudium, 24 noviembre 2013, 39). (...)
Degradación de lo humano y paradoja del “progreso”
2. La pasión por lo humano, por toda la humanidad encuentra en este
momento de la historia serias dificultades. Las alegrías de las
relaciones familiares y de la convivencia social se muestran
profundamente desvaídas. La desconfianza recíproca entre los individuos y
entre los pueblos se alimenta de una búsqueda desmesurada de los
propios intereses y de una competencia exasperada, no exenta de
violencia. La distancia entre la obsesión por el propio bienestar y la
felicidad compartida de la humanidad se amplía hasta tal punto que da la
impresión de que se está produciendo un verdadero cisma entre el
individuo y la comunidad humana. En la Encíclica Laudato si’
he resaltado el estado de emergencia en el que se encuentra nuestra
relación con la tierra y los pueblos. Es una alarma causada por la falta
de atención a la gran y decisiva cuestión de la unidad de la familia
humana y su futuro. La erosión de esta sensibilidad, por parte de las
potencias mundanas de la división y la guerra, está creciendo
globalmente a una velocidad muy superior a la de la producción de
bienes. Es una verdadera y propia cultura —es más, sería mejor decir
anti-cultura— de indiferencia hacia la comunidad: hostil a los hombres y
mujeres, y aliada con la prepotencia del dinero.
3. Esta emergencia revela una paradoja: ¿Cómo es posible que, en el
mismo momento de la historia del mundo en que los recursos económicos y
tecnológicos disponibles nos permitirían cuidar suficientemente de la
casa común y de la familia humana —honrando así a Dios que nos los ha
confiado—, sean precisamente estos recursos económicos y tecnológicos
los que provoquen nuestras divisiones más agresivas y nuestras peores
pesadillas? Los pueblos sienten aguda y dolorosamente, aunque a menudo
confusamente, la degradación espiritual —podríamos decir el nihilismo—
que subordina la vida a un mundo y a una sociedad sometidos a esta
paradoja. La tendencia a anestesiar este profundo malestar, a través de
una búsqueda ciega del disfrute material, produce la melancolía de una
vida que no encuentra un destino a la altura de su naturaleza
espiritual. Debemos reconocerlo: los hombres y mujeres de nuestro tiempo
están a menudo desmoralizados y desorientados, sin ver. Todos estamos
un poco replegados sobre nosotros mismos. El sistema económico y la
ideología del consumo seleccionan nuestras necesidades y manipulan
nuestros sueños, sin tener en cuenta la belleza de la vida compartida y
la habitabilidad de la casa común.
Una escucha responsable
4. El pueblo cristiano, haciendo suyo el grito de sufrimiento de los
pueblos, debe reaccionar ante los espíritus negativos que fomentan la
división, la indiferencia y la hostilidad. Tiene que hacerlo no solo por
sí mismo, sino por todos. Y tiene que hacerlo de inmediato, antes de
que sea demasiado tarde. La familia eclesial de los discípulos —y de
todos los que buscan en la Iglesia las razones de la esperanza (cf. 1 P
3,15)— ha sido plantada en la tierra como «sacramento […] de la unión
íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium,
1). La rehabilitación de la criatura de Dios en la feliz esperanza de
su destino tiene que llegar a ser la pasión dominante de nuestro
anuncio. Es urgente que los ancianos crean aún más en sus mejores
“sueños” y que los jóvenes tengan “visiones” capaces de impulsarles a
comprometerse con valentía en la historia (cf. Jl 3,1). Una nueva
perspectiva ética universal, atenta a los temas de la creación y de la
vida humana, es el objetivo que debemos perseguir a nivel cultural. No
podemos continuar por el camino del error que se ha seguido en tantas
décadas de deconstrucción del humanismo, identificado con toda ideología
de voluntad de poder, que se sirve del firme apoyo del mercado y la
tecnología, por ello hay que combatirla a favor del humanismo. La
diversidad de la vida humana es un bien absoluto, digno de ser
custodiado éticamente y muy valioso para la salvaguardia de toda la
creación. El escándalo está en que el humanismo se contradiga a sí
mismo, en lugar de inspirarse en el acto del amor de Dios. La Iglesia
debe primero redescubrir la belleza de esta inspiración y empeñarse con
renovado entusiasmo.
Una tarea difícil para la Iglesia
5. Somos conscientes de que tenemos dificultades para reabrir este
horizonte humanístico, incluso dentro de la Iglesia. Ante todo,
preguntémonos sinceramente: ¿Tienen las comunidades eclesiales hoy en
día una visión y dan un testimonio que esté a la altura de esta
emergencia de la época presente? ¿Están seriamente enfocadas en la
pasión y la alegría de transmitir el amor de Dios por la vida de sus
hijos en la Tierra? ¿O se pierden todavía demasiado en sus problemas y
en ajustes tímidos que no van más allá de la lógica de un compromiso
mundano? Debemos preguntarnos seriamente si hemos hecho lo suficiente
para dar nuestra contribución específica como cristianos a una visión de
lo humano que es capaz de sostener la unidad de la familia de los
pueblos en las condiciones políticas y culturales actuales. O si, por el
contrario, hemos perdido de vista su centralidad, anteponiendo las
ambiciones de nuestra hegemonía espiritual en el gobierno de la ciudad
secular, encerrada en sí misma y en sus bienes, frente al cuidado de la
comunidad local abierta a la hospitalidad evangélica hacia los pobres y
desesperados.
Construir una fraternidad universal
6. Es hora de relanzar una nueva visión de un humanismo fraterno y
solidario de las personas y de los pueblos. Sabemos que la fe y el amor
necesarios para esta alianza toman su impulso del misterio de la
redención de la historia en Jesucristo, escondido en Dios desde antes de
la creación del mundo (cf. Ef 1,7-10; 3,9-11; Col
1,13-14). Y sabemos también que la conciencia y los afectos de la
criatura humana no son de ninguna manera impermeables ni insensibles a
la fe y a las obras de esta fraternidad universal, plantada por el
Evangelio del Reino de Dios. Tenemos que volver a ponerla en primer
plano. Porque una cosa es sentirse obligados a vivir juntos, y otra muy
diferente es apreciar la riqueza y la belleza de las semillas de la vida
en común que hay que buscar y cultivar juntos. Una cosa es resignarse a
concebir la vida como una lucha contra antagonismos interminables, y
otra cosa muy distinta es reconocer la familia humana como signo de la
vitalidad de Dios Padre y promesa de un destino común para la redención
de todo el amor que, ya desde ahora, la mantiene viva.
7. Todos los caminos de la Iglesia conducen al hombre, como proclamó
solemnemente el santo Papa Juan Pablo II en su Encíclica inaugural (Redemptor hominis, 4 marzo 1979). Antes que él, san Pablo VI también recordó en su Encíclica programática, y según la enseñanza del Concilio,
que la familiaridad de la Iglesia se extiende por círculos concéntricos
a todos los hombres, incluso a quienes se consideran ajenos a la fe y a
la adoración de Dios (cf. Ecclesiam suam,
6 agosto 1964). La Iglesia acoge y custodia los signos de bendición y
misericordia destinados por Dios a todo ser humano que viene a este
mundo.
Reconocer los signos de esperanza
8. En esta misión nos son de consuelo los signos de la acción de Dios
en el tiempo presente. Hay que reconocerlos, para que el horizonte no
se vea ensombrecido por los aspectos negativos. Desde este punto de
vista, san Juan Pablo II señaló los gestos de acogida y defensa de la
vida humana, la difusión de una sensibilidad contraria a la guerra y a
la pena de muerte, así como un interés creciente por la calidad de la
vida y la ecología. Indicaba también la difusión de la bioética como uno
de los signos de esperanza, es decir, como «la reflexión y el diálogo
—entre creyentes y no creyentes, así como entre creyentes de diversas
religiones— sobre problemas éticos, incluso fundamentales, que afectan a
la vida del hombre» (Carta enc. Evangelium vitae,
25 marzo 1995, 27) (...)
10. Somos plenamente conscientes de que el umbral del respeto
fundamental de la vida humana está siendo transgredido hoy en día de
manera brutal, no solo por el comportamiento individual, sino también
por los efectos de las opciones y de los acuerdos estructurales. La
organización de las ganancias económicas y el ritmo de desarrollo de las
tecnologías ofrecen posibilidades nuevas para condicionar la
investigación biomédica, la orientación educativa, la selección de
necesidades y la calidad humana de los vínculos. La posibilidad de
orientar el desarrollo económico y el progreso científico hacia la
alianza del hombre y de la mujer, para el cuidado de la humanidad que
nos es común, y hacia la dignidad de la persona humana, se basa
ciertamente en un amor por la creación que la fe nos ayuda a profundizar
e iluminar. La perspectiva de la bioética global, con su amplia visión y
su atención a las repercusiones del medio ambiente en la vida y la
salud, constituye una notable oportunidad para profundizar la nueva
alianza del Evangelio y de la creación.
11. Ser miembros del único género humano exige un enfoque global y
nos pide a todos que abordemos las cuestiones que surgen en el diálogo
entre las diferentes culturas y sociedades, que están cada vez más
estrechamente relacionadas en el mundo de hoy. (...) Está en juego la comprensión y la
práctica de una justicia que muestre el rol irrenunciable de la
responsabilidad en el tema de los derechos humanos y su estrecha
correlación con los deberes, a partir de la solidaridad con quien está
más herido y sufre. El Papa Benedicto XVI
ha insistido mucho en la importancia de «urgir una nueva reflexión
sobre los deberes que los derechos presuponen, y sin los cuales éstos se
convierten en algo arbitrario. Hoy se da una profunda contradicción.
Mientras, por un lado, se reivindican presuntos derechos, de carácter
arbitrario y superfluo, con la pretensión de que las estructuras
públicas los reconozcan y promuevan, por otro, hay derechos elementales y
fundamentales que se ignoran y violan en gran parte de la humanidad»,
entre los que el Papa emérito menciona «la carencia de comida, agua
potable, instrucción básica o cuidados sanitarios elementales» (Carta
enc. Caritas in veritate, 29 junio 2009, 43).
12. Otro frente en el que hay que profundizar la reflexión es el de
las nuevas tecnologías hoy definidas como “emergentes y convergentes”.
Se trata de las tecnologías de la información y de la comunicación, las
biotecnologías, las nanotecnologías y la robótica. Hoy es posible
intervenir con mucha profundidad en la materia viva utilizando los
resultados obtenidos por la física, la genética y la neurociencia, así
como por la capacidad de cálculo de máquinas cada vez más potentes.
También el cuerpo humano es susceptible de intervenciones tales que
pueden modificar no solo sus funciones y prestaciones, sino también sus
modos de relación, a nivel personal y social, exponiéndolo cada vez más a
la lógica del mercado. Ante todo, es necesario comprender los cambios
profundos que se anuncian en estas nuevas fronteras, con el fin de
identificar cómo orientarlas hacia el servicio de la persona humana,
respetando y promoviendo su dignidad intrínseca. Una tarea muy exigente,
que requiere un discernimiento aún más atento de lo habitual, a causa
de la complejidad e incertidumbre de los posibles desarrollos. Un
discernimiento que podemos definir como «la labor sincera de la
conciencia, en su empeño por conocer el bien posible, sobre el que
decidir responsablemente el ejercicio correcto de la razón práctica»
(Sínodo de los Obispos dedicado a los Jóvenes, Documento final,
27 octubre 2018, 109). Se trata de un proceso de investigación y
evaluación que se lleva a cabo a través de la dinámica de la conciencia
moral y que, para el creyente, tiene lugar dentro y a la luz de la
relación con el Señor Jesús, asumiendo su intencionalidad y sus
criterios de elección en la acción (cf. Flp 2,5).
13. La medicina y la economía, la tecnología y la política que se
elaboran en el centro de la ciudad moderna del hombre, deben quedar
expuestas también y, sobre todo, al juicio que se pronuncia desde las
periferias de la tierra. De hecho, los numerosos y extraordinarios
recursos puestos a disposición de la criatura humana por la
investigación científica y tecnológica corren el riesgo de oscurecer la
alegría que procede del compartir fraterno y de la belleza de las
iniciativas comunes, que les dan realmente su auténtico significado.
Debemos reconocer que la fraternidad sigue siendo la promesa incumplida
de la modernidad. El aliento universal de la fraternidad que crece en la
confianza recíproca parece muy debilitada —dentro de la ciudadanía
moderna, como entre pueblos y naciones—. La fuerza de la fraternidad,
que la adoración a Dios en espíritu y verdad genera entre los humanos,
es la nueva frontera del cristianismo. Cada detalle de la vida del
cuerpo y del alma en los que centellea el amor y la redención de la
nueva criatura que se está formando en nosotros, nos sorprende como el
verdadero y propio milagro de una resurrección ya en acto (cf. Col 3,1-2). ¡Que el Señor nos conceda multiplicar estos milagros!
Que el testimonio de san Francisco de Asís, con su capacidad de
reconocerse como hermano de todas las criaturas terrenas y celestiales,
nos inspire en su perenne actualidad. Que el Señor les conceda estar
preparados para esta nueva fase de la misión, con las lámparas llenas
del aceite del Espíritu, para iluminar el camino y guiar sus pasos. Son
hermosos los pies de aquellos que llevan el anuncio gozoso del amor de
Dios por la vida de cada uno y de todos los habitantes de la tierra (cf.
Is 52,7; Rm 10,15).
Comentarios
Publicar un comentario