Somos templos vivos del Espíritu Santo

Hoy, celebramos la principal y más antigua de las cuatro grandes basílicas de Roma. San Juan fue apellidada "de Letrán", porque se levanta sobre el lugar que ocupaba el palacio de la familia homónima. Durante su reinado como emperador, Constantino cedió el palacio y sus tierras a la iglesia en el 311. Letrán albergó por primera vez un concilio de la Iglesia en el 313. Residencia papal hasta el escándalo de Avignon, San Juan está considerada la catedral de Roma y la iglesia madre de la Cristiandad. Desde el siglo XII, este día, el 9 de noviembre, ha sido observado como el aniversario de su dedicación. A lo largo de los siglos, la basílica de Letrán ha sido dañada por terremotos (443, 896), atacada por los vándalos (455), por los sarracenos (siglo VIII) y por incendios (1308, 1360). Después de cada incidente, la basílica fue reconstruida y restaurada.

Los visitantes de Letrán pueden ver el baptisterio hexagonal, que fue el único en toda Roma durante bastante tiempo, y así pueden apreciar la solemnidad con la que el bautismo era celebrado en la Iglesia primitiva. Este detalle nos explica porque celebramos una de las más hermosas y veneradas iglesias cristianas- no por sus arcos triunfales ni sus columnas, ni su baldaquino majestuoso ni sus famosos mosaicos. Celebramos no sólo un lugar, sino a los creyentes bautizados, la ekklesia o encuentro de personas cuya presencia convierte en santo a este bello lugar.

Gracias a la fe de los primeros creyentes, que los mantuvo unidos para ofrecer oración y agradecimiento a Dios, los lugares donde se reunían fueron santificados. Recordando las palabras de Jesús- "donde dos o más se reúnen en mí nombre, hay estoy yo en medio de ellos" (Mateo, 18:20), se juntaron en los campos de cultivo, en las orillas de los ríos, en sus casas para aprender y rezar. En tiempos de persecución, los primeros creyentes se reunieron en las catacumbas, e incluso aquellos lugares donde los muertos eran enterrados se convirtieron en santos por virtud de su oración en la presencia de Jesús.

Tres siglos antes de que las primeras iglesias- edificios fueran erigidas, Pablo (segunda lectura) insistió a sus conversos de Corintio de que ellos eran "el edificio de Dios" en el que Pablo, por gracia, había puesto su cimiento: Jesucristo. Por la presencia del Espíritu en ellos, aquellos creyentes se han convertido en un templo de Dios.

Las palabras de Pablo nos retan a considerar cómo hemos preservado la santidad de nuestro propio templo. De ordinario, la gente entra en los templos para estar en la presencia de Dios. ¿La gente percibe la presencia de Dios en nosotros? ¿Nuestra forma de vida refleja el hecho de que el mismo Espíritu de Dios habita en nosotros, nos inspira, nos anima y nos dirige? ¿Tratamos a nuestros cuerpos con la reverencia debida a un templo vivo de Dios? De la misma manera, ¿respetamos y reverenciamos a nuestros hermanos y hermanas, que también son morada de nuestro buen Dios?

Si nuestros comportamientos son menos que merecedores de nuestro estatus espiritual como templos vivos, tal vez deberíamos tomar una página del Evangelio de Jesús y permitirnos ser purificados y rededicados a Dios. En el Evangelio de hoy, vemos como Jesús expulsa a aquellos cuyas acciones son indignas del sagrado templo de Jerusalén, Escuchamos como Jesús responde a la petición de los judíos de una señal que valide sus palabras y acciones. "Destruid este templo y en tres días lo reconstruiré", declaró. Después, cuando el templo de Su Cuerpo fue blasfemado en la cruz y se levantó glorioso de la muerte, los discípulos recordaron Sus palabras y creyeron en Él.

Nosotros, quienes creemos en Jesús, somos responsables de ser lugares sagrados en los que los demás puedan encontrar a Dios. Pero también somos iglesia, una comunidad de creyentes que debemos ofrecer un testimonio colectivo de integridad, justicia, misericordia y amor a todos. La nuestra ha de ser la voz que hable por lo que es correcto, defienda la dignidad de los pobres y los excluidos y pida a Dios guía y gracia.

Cuando estaba ofreciendo a su congregación una visión de la Iglesia, Henry Ward Beecher dijo: "Algunas iglesias son como faros, construidos de piedra, tan fuertes que la violencia del mar no puede moverlos, pero sin luz en lo alto. Porque la luz del mundo en la Iglesia no es su carácter numeroso, ni sus ritos celebrados con pompa y belleza, ni su música, ni las influencias en todo lo anterior que tocan el gusto e instruyen el entendimiento: es la semejanza a Cristo de sus miembros individuales".

Cuando celebramos a la madre iglesia de toda la Cristiandad, recordemos que la Iglesia es Jesucristo, como cabeza, unido a todos los miembros de Su Cuerpo. La Iglesia es el Templo del Espíritu Santo, la luz del mundo y el lugar donde todos han de ser bienvenidos como los hijos e hijas queridos de Dios.

Traducido y adaptado de Patricia Datchuk Sánchez, National Catholic Reporter


Comentarios

  1. Gracias por este texto que va adentrando en lo generoso de Dios en nosotros y en nuestra responsabilidad y camino para hacer testimonio de la verdadera.
    Dios me guarde; sea yo grande gracias en Él, no parra mí sino para tantos.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares