Una obediencia sana para ser libres
Jordi Bertomeu, oficial del Dicasterio para la Doctrina de la Fe y enviado personal del Santo Padre en Misiones Especiales, como la de disolver el Sodalicio de Vida Cristiana o investigar los casos de abusos sexuales a menores en Chile, participará el próximo lunes, 24 de noviembre, en las II Jornadas Pro+Tejiendo, organizadas por la Cátedra Extraordinaria Pro+Tejer en la Universidad Complutense de Madrid. El tema principal a analizar será si es posible una obediencia sana.
significa escuchar (audire) hacia (ob). Es decir, prestar oído, escuchar con atención, ponerse en tensión como adulto que eres para acoger al otro, pues la relación nos constituye. Sin embargo, derivó a someterse a una autoridad.
Por tanto, lo que era una actitud teologal vinculada a la libertad interior, al amor e incluso la confianza en Dios, terminó reducida a un mero cumplir órdenes acríticamente. Fíjese cómo la escucha orante representada en los primeros siglos con la persona con las manos abiertas y dirigidas a lo alto, a partir de la edad media y por influencia de un rito feudal, la misma actitud orante se representó como acto de vasallaje en el que el súbdito con las manos juntas y pegadas se ponía de rodillas al servicio de su amo.
También nosotros oramos con las manos juntas, pero sabiendo que nos sometemos al único Señor de nuestras vidas, tomándolo como modelo de obediencia. En aquel momento somos amor que se abandona. Al orar descubrimos que la unión con Cristo nunca es servilismo, sino libertad interior para elegir lo que más agrada a Dios: al orar, descubrimos que Dios quiere nuestra felicidad.
La obediencia cristiana sufre esta manipulación interesada por parte de algunos. En la verdadera tradición, la obediencia es una escucha que te lleva al discernimiento. Sin él actuamos mecánicamente, sin amor, como robots. De ahí el peligro tan real hoy de proponer la frase «quien obedece no se equivoca», en sí equívoca, fuera de un adecuado contexto teológico. Las experiencias históricas negativas así lo confirman.
Plantear mal la obediencia es en sí un abuso. Quizás el primero. La obediencia nunca es obedecer ciegamente a cualquier autoridad humana que te garantiza que todo es bueno. El superior no puede dar órdenes injustas, abusivas, contrarias al Evangelio: no puede incitarte a pecar y, por supuesto, ningún fin lo justifica. Además, debe buscar siempre tu bien y, por tanto, debe ser consciente de que el que obedece puede cometer errores prácticos. Como Moisés en el Sinaí, el superior se descalza y procede con el máximo respeto porque, ante ti, pisa tierra sagrada. Otro peligro es camuflar el capricho inmaduro como obediencia selectiva, cuando no simple y pura desobediencia.
Rectamente interpretada, en cambio, «quien obedece no se equivoca» conduce a un sano realismo en las relaciones jerárquicas, pues el que obedece sabe que el superior puede equivocarse humanamente, pero ante Dios no se pierde mérito. Un acto hecho con humildad y amor, aunque luego lo percibamos como equivocado, encuentra su lugar en el corazón de Dios.
La verdadera obediencia nace de la necesidad de acoger la voz de Dios en sus mediaciones humanas. Dios nos habla y nos trata como hijos dotados de inteligencia y voluntad. Por ello, la obediencia no se impone por miedo, sino que se acoge responsable y libremente. No es invasiva de la conciencia, sino que trata al otro como adulto, lo respeta y hasta le sirve: uno al otro, mutuamente, tanto el que manda como el que obedece.
El buen superior, porque se sabe ministro o servidor, es consciente de lo delicado de su misión y provoca siempre el diálogo y el discernimiento. Nunca prohíbe preguntar ni genera dependencia o culpa. Comprende y se mete en la piel del otro. Y, por supuesto, nunca justifica el abuso, sino que se pone del lado de la víctima, es decir, de Cristo.
Por ello, el primer criterio, la piedra clave, es la propuesta y vivencia que allí se hace de Dios. Aquí se abre todo un camino que debemos tener el coraje de transitar ante tanto arqueologismo teológico, reduccionismo litúrgico, rigorismo moral y formalismo jurídico. El segundo criterio sería la importancia dada al discernimiento. Otro criterio es si la autoridad se usa para controlar o, en cambio, para empoderar y hacer crecer a las personas. También si genera espacios de diálogo y el clima adecuado para preguntar, expresar dudas o comprender el sentido de lo pedido.
Finalmente, la obediencia sana necesita un tú que orienta, no que censura. Es obedecer a alguien del que me fío porque demuestra que me quiere, que discierne conmigo, que me conoce y me acompaña cuando más lo necesito. El verdadero superior me ayuda a superar aquella autosuficiencia que me confunde y me lleva a la soledad más opresiva.
La obediencia es en sí Evangelio, porque el que ejerce la autoridad hace crecer al otro incluso renunciando a sí mismo. Allí es un verdadero ministro o servidor y, por ello, se une al Crucificado, al Todopoderoso que se ha encarnado para decirnos que el verdadero poder es la entrega por amor. Por ello, el superior es un servidor del otro y, si es preciso, le da la vida. Se abaja y renuncia a sus privilegios. Como buen pastor, huele a oveja.
Solo así se puede descubrir el primado de la conciencia en las relaciones eclesiales: lo primero y más radical es obedecer al Señor. Ninguna autoridad humana puede obligar a ir contra la conciencia.
Las estructuras eclesiales son creíbles cuando enfatizan la corresponsabilidad y la participación de todos los fieles, pues éstos comparten la misma vida divina por el bautismo. Por otra parte, cuentan con los mecanismos adecuados para equilibrar y hasta limitar jurídicamente el poder jerárquico con procedimientos que el obispo o superior religioso no puede obviar sin ser negligente o incluso delinquir. No es posible exigir una auténtica obediencia sin ofrecer medios factibles de recurso contra una eventual injusticia.
Además, las estructuras institucionales de la Iglesia, incluso las aparentemente más eficientes y más vistosas, son inútiles si no están animadas por una sana espiritualidad. Son piedra de tropiezo. Escandalizan. Tras visitar muchos seminarios y noviciados de Sudamérica, el gran reto que he percibido es lograr centros de formación donde se eduquen líderes maduros, responsables, libres, críticos pero, sobre todo, hombres y mujeres de fe.
Para evitar un uso tóxico del poder que Dios ha dado al superior es necesario que este entienda que el Espíritu es polifónico, pues siempre habla por una pluralidad de voces armónicas. Nunca se deja monopolizar por nadie. Para evitarlo, está la obediencia a los procedimientos canónicos, la promoción de los consejos y de los órganos de deliberación, los límites disciplinares y la rotación de cargos, además de la supervisión ejercida con rigor y seriedad.
Junto a la transparencia en todas las decisiones y el conocimiento generalizado de los límites del que gobierna, es necesario formar a los miembros con claridad doctrinal. Y todo ello se queda en nada sin mecanismos reales de corrección interior: hay que poder cuestionar toda decisión; hay que poder expresar el desacuerdo; hay que tener canales de denuncia; hay que acompañar psicológica y espiritualmente al que sufra un abuso de poder.
El victimario suele ejercer la autoridad sin límites ni control: él ha pecado y hasta delinquido, pero sus superiores y la misma Iglesia también han fallado. Algunos hablan de «fallos sistémicos». El abusador confunde su carisma personal y su atractivo, que lo suele tener, con un carisma divino. En algunos de ellos detectas problemas de disociación moral. Por ello, con gran poder de convicción, parasitan a su víctima hasta la dependencia emocional y espiritual total.
El superior que abusa de su poder suele ser dueño del relato, como buen manipulador que es y, sobre todo, genera confusión en la víctima: es el gaslighting espiritual que invalida y anula. Bajo apariencia de virtud, el sentido común te dice que sus exigencias son desproporcionadas, arbitrarias, inhumanas. Aísla. Usa la culpa como instrumento para el control. Usa el castigo y hasta goza con él. Es incapaz de pedir perdón sinceramente y, porque en el fondo cree que nunca se equivoca, es incapaz de reconocer con sinceridad sus errores.
Haría falta reflexionar más sobre el ejercicio de la autoridad y cómo limitarlo mejor. Es un problema de metanoia, de inteligencia espiritual o Intus legere, de ver más allá de lo aparente con la mirada misericordiosa de Dios. Debo confesar que, por esto mismo, me escandalizó la superficialidad con la que algunos se tomaron el proceso sinodal emprendido recientemente por Francisco y adoptado por León XIV.
Por otra parte, quizás nunca como hoy se ha confundido el fuero interno con el fuero externo. Es necesario educar en el discernimiento, en la libertad interior, en el pensamiento crítico y la responsabilidad personal. Hay que preparar a los futuros líderes eclesiales para identificar las obediencias sanas de las abusivas.
Sin una supervisión externa de nuestros obispos y superiores y sin su rendición de cuentas, los fieles más entregados en la Iglesia continuarán inseguros. Falta mayor transparencia en la toma de decisiones y tomarnos en serio la comunicación. Al final, es una cuestión cultural, por la que entendemos la necesidad del diálogo y del respeto mutuos en tanto que hermanos y hermanas, hijos del mismo Padre Dios.
Creo que, en primer lugar, hemos de reconocer que ha habido y hay abusos en la iglesia y que es necesario sanar el daño. Con espíritu crítico y gran amor a la Iglesia, hay que estar dispuestos a limitar la autoridad jerárquica e insistirle que la obediencia es un camino que se practica de manera gradual y paciente. Se crece poco a poco en ella. No es fácil y no todos tienen el don espiritual y la preparación para mandar en la Iglesia.
Este proceso es, por tanto, espiritual. Buscamos discernir la voluntad de Dios hoy para tener mañana comunidades sanas donde ejercitar la disciplina y libertad interiores. Solo mirando a la cruz, podremos transformar el dolor que experimentamos ante el escándalo de los abusos en nueva sensibilidad hacia los otros desde el servicio. Redescubriremos así aquella obediencia sana que en lugar de aislar recompone las relaciones rotas.
Entrevista por Cristina Sánchez Aguilera en Alfa y Omega



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