La cosecha

En todo el país, el tiempo está cambiando. Las noches frías y frescas han comenzado a llegar, mientras las hojas se tornan de un naranja brillante antes de marchitarse y quebrarse bajo los pies. Llegan las primeras heladas, anunciando la llegada del invierno al escarchar las copas de los árboles y la hierba, tiñendo el amanecer de un destello de hielo y luz. Un ciclo atemporal está en marcha, resonando a través de generaciones y pueblos como un redoble de tambor: tras la abundancia del verano, la cosecha trae un festín de celebración —una comida especial— antes de la oscuridad y el frío del invierno.


Los católicos comprenden bien la importancia de una comida. En la Eucaristía, se re-cuerda el cuerpo de Cristo: nuestra participación activa une al pueblo de Dios a través del tiempo y el espacio en un propósito compartido. Este misterio fundamental, en el corazón de nuestra fe, fortalece nuestro reconocimiento de que la creación, la comunidad y la justicia dependen de ritmos de dar y reunir.

A medida que nuestro mundo avanza mucho más allá de la automatización y la mecanización de la revolución industrial hacia nuevas tecnologías y tragedias que se despliegan ante nuestros ojos en tiempo real, nuestro retorno a la gratitud, el equilibrio y el sustento compartido es un acto tanto espiritual como social.

En el mundo antiguo, la Ley Mosaica ordenaba a los terratenientes dejar sin segar los límites de sus campos, para que los pobres y los extranjeros pudieran aprovechar lo que quedaba. Cada séptimo año, la tierra debía descansar y cada quincuagésimo, se celebraba un jubileo en el que la tierra se devolvía a sus propietarios familiares originales. También se perdonaban las deudas, evitando la concentración permanente de la riqueza y la tierra.

Estas leyes conllevaban un profundo reconocimiento de que la tierra y sus frutos no pertenecían a quienes la trabajaban con mayor eficiencia, sino a Dios, quien la dio para el bien de todos. La cosecha, entonces, era un pacto moral, un ritmo de entrega que impedía que la avaricia convirtiera los campos en polvo.

La cosecha también es un acto de memoria, una forma de contar la historia de quiénes somos y qué nos sustenta. Todas las culturas se han reunido alrededor de una mesa para recordar las manos que plantaron y las vidas que se perdieron.

Pero en algunos lugares, ese recuerdo se ha convertido en un mito. La "primera comida" que llamamos Acción de Gracias recuerda la abundancia, olvidando la conquista y la colonización que se requirieron para llegar a ella. Las historias que contamos sobre la cosecha revelan qué tipo de personas deseamos ser: autodidactas o interdependientes, agradecidas o con derecho a todo, honestas sobre el costo de nuestra abundancia o ansiosas por olvidarlo.

Así como los mitos estadounidenses ocultan la violencia tras el festín, también los espectáculos de riqueza ocultan el trabajo que los sustenta. En Netflix, "The House of Guinness" dramatiza la división entre católicos y protestantes en la Irlanda del siglo XIX a través de la historia de una familia cuya fortuna les ofrece una separación completa de las devastadoras condiciones que se vivían fuera de los muros de la mansión. "La Edad Dorada" de HBO se deleita en la floreciente opulencia estadounidense del siglo XIX, distrayéndonos de la pobreza, el racismo y las violaciones de derechos humanos que presionaban a sus puertas.

Estas historias nos recuerdan que todo imperio depende de manos invisibles: sirvientes, obreros, programadores, limpiadores y todos aquellos que nunca serán invitados al banquete en la gran casa. El dorado, ya sea vertido a mano en pan de oro o creado digitalmente en pantallas OLED, siempre está diseñado para ocultar la explotación subyacente: artistas que crean únicamente al capricho de otros, peligrosas exhibiciones mineras en las profundidades de la tierra.

En nuestra era de "tecnobros", multimillonarios de la IA y dinastías digitales, la cosecha aún tiene que provenir de algún lugar —de cuerpos humanos y recursos terrestres finitos— incluso cuando los poderosos fingen que su riqueza nace de la genialidad y no de la extracción.

Cuando no hay tiempo para descansar ni reflexionar, no hay tiempo para discernir. La cosecha enseña que cada semilla tarda en germinar, que la tierra debe reposar antes de poder dar fruto de nuevo. He llegado a comprender esa verdad en mi propia carne. He aprendido que la vocación y la identidad no son manufacturadas, automatizadas ni mecánicas; son un don divino que se encarna, que solo se revela con el tiempo al escuchar, esperar y confiar en formas más profundas de conocimiento. El discernimiento se asemeja al misterio y la paciencia del cultivo, a la espera de ver qué emergerá.

El Catecismo de la Iglesia Católica habla de un "vínculo perenne de caridad" entre quienes están en el cielo, quienes están en el purgatorio y quienes aún peregrinan: una conexión que trasciende el tiempo, el espacio e incluso el reconocimiento. Cada vida toca a otra, cada acto de cuidado o testimonio se convierte en parte de la tierra donde otros pueden crecer.

En ese campo de cosecha, la santidad no se mide por títulos ni aclamación pública, sino por la participación en este intercambio continuo de gracia, donde los frutos de una vida nutren a la siguiente, y ningún esfuerzo de amor es en vano.

Sin embargo, la cosecha también es un ajuste de cuentas. Así como un campo agotado no produce nada, una sociedad indiferente a sus más vulnerables carga con la podredumbre espiritual y moral. El Papa León XIV dijo: «La dignidad de toda persona humana debe ser respetada hoy, no mañana, y la extrema pobreza de todos aquellos a quienes se les niega esta dignidad debe pesar constantemente en nuestras conciencias».

Los seres humanos han alterado el ritmo sagrado de la abundancia divina. Honrar la cosecha es reconocer que nuestro trabajo, riqueza y privilegio no son solo para nosotros; son parte de una alianza con los pobres, los marginados y las generaciones venideras. No existimos solo para nosotros mismos. Somos un regalo de quienes nos precedieron, dado a quienes vendrán después. Es hora de que empecemos a actuar en consecuencia.

Por Maxwell Kuzma. Publicado en el National Catholic Reporter

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