Toda vida es preciosa para Dios

Cuando digo que soy provida, siempre sorprende a algunos -lo que siempre me sorprende a mí-.

El pasado verano asistí a una conferencia sobre la polarización en la Iglesia Católica, que tuvo lugar en la Universidad de Georgetown. Una tarde, cuando mencioné mis convicciones provida a una participante, su rostro mostró sorpresa. "Estoy tan aliviada de escuchar eso", dijo.

Tal vez porque también defiendo a los refugiados e inmigrantes, a los trabajadores y al medio ambiente -causas habitualmente encabezadas por aquellos que se identifican como "progresistas"- algunas personas me dicen que dudan de la sinceridad de mis comentarios públicos en defensa de los niños no nacidos. Por la misma razón, otros con los que comparto espacio común en una variedad de asuntos referidos a la justicia social muestran incomodidad, decepción e incluso enfado cuando utilizo la expresión "provida".

Así que tal vez ayudaría decir que quiero decir cuando digo que soy provida. Y te invitaría a considerar esto más como una profesión de fe que como un discurso político.

La mejor forma de explicar mi creencia es esta: cuanto más vivo, más crece mi admiración por la actividad creadora de Dios y mi reverencia por la creación de Dios.

Veo la actividad creadora de Dios de incontables maneras, pero principalmente en las maneras en las que Dios está activo en las vidas espirituales de las personas a las que sirvo mi ministerio. Durante los últimos 25 años, he acompañado tal vez a cientos de personas en mi ministerio como director espiritual -esto es, alguien que ayuda a las personas a percibir a Dios en sus vidas diarias y en su oración-.

En el proceso, he visto de primera mano como Dios se encuentra con cada persona de formas insospechables, increíbles, a veces casi milagrosas. A una persona, Dios la encuentra por medio de una experiencia poderosa en la oración privada, a otra durante una experiencia casi mística en la naturaleza, a otra en una conversación que de repente cura una vieja herida emocional. La expresión "Dios encuentra a las personas donde están" captura algo de esta realidad, pero solo un poco. La capacidad de Dios para entrar en la vida de una persona de maneras perfectamente ajustadas a la vida de esa persona siempre me impresiona.

Cuanto más lo veo, más crece, naturalmente, mi admiración por la actividad creadora de Dios.

Pero también me doy cuenta de la actividad creadora de Dios de otras maneras. El nacimiento de mis dos sobrinos, que ahora tienen veinte y trece años, profundizó notablemente mi apreciación por el misterio de la vida. Cuando ví por primera vez a mi sobrino en el hospital horas después de su nacimiento, me conmovió tremendamente. Tras volver a casa, lloré de alegría, completamente sobrecogido por el don y la vulnerabilidad de la nueva creación de Dios. Durante los años les he visto aprender a comer, a sentarse, a hablar, a gatear, a reír, a andar, a leer, a montar en bici, a hacer chistes, a lanzar un balón, a montar en coche y a dar alegría al mundo.

Recientemente cené con mi sobrino mayor y pensé "No puedo creer que no existiese hace veinte años" y sentí una necesidad de gratitud por la gracia de Dios. (Sabía lo suficiente para no decírselo, porque probablemente habría dicho: "Tío Tim, déjame en paz"; o más probablemente, "Uh huh").

Cuanto más pienso sobre esto, más crece mi reverencia por la creación de Dios. Todo esto incrementa, naturalmente, mi reverencia por la vida del niño en el útero materno.

Ahora, como hombre y como sacerdote, y por lo tanto como alguien que nunca experimentará las alegrías ni los retos de ser madre, alguien que nunca tendrá que tomar una decisión sobre un aborto y alguien con una posición de cierto poder en la Iglesia, reconozco las limitaciones de mi experiencia. Y reconozco que muchas mujeres consideran ofensivo escuchar esto de un hombre -porque me lo han dicho-.

Muchas mujeres a las que amo, respeto y admiro apoyan el derecho al aborto y lo ven como una parte constitutiva de su autoridad sobre sus propios cuerpos. ¿Quién puede dudar que, durante siglos, las mujeres han sido utilizadas y dominadas por los hombres -incluso los hombres encargados de proporcionarlas asistencia legal, pastoral y médica-?

Pero reconocer que los cuerpos de las mujeres no son míos no disminuye mi propia reverencia por el cuerpo que vive en el útero de una mujer. Pero no puedo negar que veo a ese niño en el útero, desde el momento de su concepción, como una creación de Dios, merecedora de nuestro respeto, protección y amor. Una vida misteriosa, preciosa, única, infinita, hecha a imagen y semejanza de Dios. Sagrada.

Y mi respeto por la vida se extiende a todas sus fases, un crecimiento que solo ha crecido a lo largo de mis experiencias en diversos ministerios durante mis treinta años como jesuita -por ejemplo, con los refugiados-.

Durante dos años, como un joven jesuita a comienzos de los noventa, trabajé en Kenia con refugiados del este de África que, buscando asegurar la vida de sus familias, habían huido de países en guerra como Sudán, Etiopía, Uganda, Somalia y se habían asentado en los slums de Nairobi. Allí, junto con colegas del Servicio Jesuita a los Refugiados, les ayudé a comenzar pequeños negocios para sustentarse.

Muchos de ellos habían sufrido las pérdidas más severas en sus países de origen, tragedias que podrían parecerles increíbles a alguien -ver a sus cónyuges ser heridas hasta la muerte con machete ante ellos; ver a sus niños con los cuellos cortados; ser ellos mismos mutilados, secuestrados y torturados. A veces la gente se cree que me estoy inventando esas historias. No es así. He conocido a esas personas y en muchos casos he visto las pruebas: informes médicos, noticias de periódico, cicatrices pavorosas.

Sus vidas han sido amenazadas, devaluadas y puestas en peligro. No es de extrañar que los migrantes y refugiados huyan de sus países de origen. Casi todos ellos huyen para salvar sus vidas y las de sus hijos. Así que, cuando hablamos de asuntos pro-vida, a menudo pienso en los 68 millones de migrantes, regugiados y desplazados internos cuya actividad provida más importante es huir. Sus vidas a menudo están en peligro no solo en sus países de origen, sino también en tránsito por los desiertos y el mar y más tarde en campos de refugiados donde, a pesar de muchos nobles esfuerzos, ellos y sus niños mueren por la falta de comida, higiene y medicina.

Toda vida es preciosa para Dios, incluida la vida de los refugiados, de los migrantes y de las personas internamente desplazadas. En otras palabras, la vida de un niño en la frontera es preciosa, como la vida de un niño en el útero de su madre es preciosa.

También podría hablarte de otras muchas vidas miserables que he encontrado como jesuita, que son igualmente valiosas a los ojos de Dios: las vidas de los pacientes con daño cerebral traumático confinados durante años en un hospital en Cambridge, Massachussets; la vida de hombres y mujeres pobres, enfermos y moribundos en el hospicio de la Madre Teresa en Kingston, Jamaica; las vidas de los miembros de las bandas callejeras en los proyectos urbanísticos violentos, mortales y ahora derruidos en Chicago; las vidas de los hombres que han intentado suicidarse y que ahora se sientan en confinamiento solitario en una prisión en Boston. Todas estas personas son los amados hijos de Dios, hechos a la imagen de Dios.

Así que mi respeto por la vida se extiende a todos, pero muy especialmente a aquellos cuyas vidas están en riesgo: los niños no nacidos, por supuesto; pero también los refugiados cuya vida se ve amenazada por la guerra; las personas sin hogar, cuya vida se ve amenazada por la malnutrición; las personas enfermas excluidas de la atención sanitaria; las personas mayores en peligro de ser eutanasiadas. He llegado a valorar toda vida, desde la concepción hasta la muerte natural, y creo que las leyes deberían reflejar este importante principio.

A veces a esto se le llama una "ética consistente de la vida" o la "túnica sin costura", una referencia a la túnica que le arrebataron a Jesús antes de la crucifixión y que los soldados se repartieron después. Algunos la han criticado injustamente como una "dilución" de las actividades pro vida. Su destacado defensor, el cardenal Joseph Bernardin, lamentó que se utilizase erroneamente de esa manera. Pero un mal uso de un principio no lo invalida. 

En cambio, el sentido de una ética consistente de la vida no es que debamos centrarnos en otros asuntos en vez de en el aborto, sino que nuestro testimonio por la justicia social y en defensa de toda vida se ve fortalecido cuando los basamos clara y consistentemente en el reconocimiento de la dignidad de toda vida humana en cualquier fase.

Nada menos que San Juan Pablo II, en su encíclica "El evangelio de la vida" (Evangelium vitae), apunto a varios asuntos pro-vida más allá del aborto, invocando el Didaché, uno de los más antiguos textos cristianos, junto con la Biblia, que procede del siglo I. El Didaché, que significa enseñanza en griego, no solo condena el aborto sino también a aquellos que "no muestran compasión por el pobre" y a aquellos que "no sufren con los sufrientes".

En su encíclica, Juan Pablo apunta no solo "las antiguas amenazas de los flagelos de la pobreza, el
hambre, la enfermedad endémica, la violencia y la guerra, sino también nuevas amenazas". "Evangelium Vitae" se une al Concilio Vaticano Segundo en "condenar con fuerza" prácticas que son "opuestas a la vida misma".

La larga lista a menudo sorprende a la gente, pero es un recordatorio de la amplitud de la vida humana y de las muchas amenazas que se ciernen sobre ella.

... cualquier clase de homicidio, genocidio, aborto, eutanasia o autodestrucción voluntaria, todo lo que viola la integridad de la persona humana, como la mutilación, los tormentos infligidos sobre el cuerpo o la mente, los intentos de coaccionar la libertad misma; todo lo que insulta a la dignidad humana, como las condiciones de vida infrahumanas, la prisión arbitraria, la deportación, la esclavitud, la prostitución, la venta de mujeres y niñas, así como las condiciones de trabajo desgraciadas, en las que a las personas se las trata como meros instrumentos de ganancia en lugar de como a personas libres y responsables; todas estas cosas y otras semejantes son, de hecho, infamias.

Hoy podríamos añadir incluso más a la lista de San Juan Pablo. Las amenazas a la vida humana en toda su diversidad crecen cada año.
Tal vez sea hora de expandir nuestra comprensión de lo que significa ser pro-vida. Durante la conferencia en la Universidad de Georgetown, encontré a muchas personas pensativas que habían buscado otras formas de llamar a la cuestión: "vida plena", "una vida", "todas las vidas". Podría ser un paso útil hacia delante.

Lo que ayudaría incluso más que una nueva etiqueta es que todos nosotros nos preocupásemos por cada vida. Que el defensor de los refugiados se preocupase apasionadamente por los no nacidos. Y que el manifestante por la vida se preocupase apasionadamente por los migrantes. Deberíamos preocuparnos por cada vida.

Porque, como nos enseña nuestra fe, como he aprendido, como creo, cada vida es sagrada. 

Por James Martin, SJ. Traducido de America Magazine

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