En las estrellas

Escribí esta columna, en su versión original, sobre la Epifanía. Parecía un tema adecuado para el final del tiempo de navidad. Entonces, me atropelló un coche. No hay una razón obvia por la que el percance de un peatón deba dar lugar a reescribir una columna, pero tal vez parecerá más claro cuando explique lo que se siente.

Estás cruzando la calle. Has esperado a la luz verde. Has mirado en ambos sentidos. Los únicos coches que se acercan están lejos -lo suficientemente lejos, registra tu mente, para reducir su velocidad con tiempo de sobra. Has cruzado esta calle cientos de veces, con recados demasiado triviales para requerir mucho pensamiento o sentido.

Al principio, solo desde un rincón de tu ojo te das cuenta de que algo va mal, algo se sale de lo común. El coche no está reduciendo la velocidad. La reducirá, supones. No lo hace. En un momento, mientras todavía está a cierta distancia, el estado del asunto pasa del "todavía no catastrófico" a la "catástrofe imparable que se dirige hacia ti". En el momento definitivo antes de que te alcance, su tamaño y su velocidad y su eficiencia metálica parecen ocupar el mundo. El brillo, el chirrido de los frenos, el inmenso poder que llevan, son las cosas más verdaderas que has conocido. ¿Cómo has podido pasar por la vida sin siquiera tocar la realidad, sin siquiera saber que la realidad es ese subaru plateado y reluciente, atravesando a toda velocidad la calle para matarte? No tienes tiempo para moverte; tienes todo el tiempo del mundo para pensar: "Voy a morir hoy".

Cuando, tras una eternidad esperando, llegó el contacto, pareció la realidad, aterradora y aplastante y definitivamente la razón por la que iba a morir ese día.

No fallecí. Quedé caído, derribado, magullado, me dicen que otras heridas se manifestarán durante los próximos meses. Pero estaba vivo. Intercambié información con el conductor, rechacé ofrecimientos de llamar a una ambulancia, caminé al restaurante más próximo y me pedí un filete.

Parecía imposible, mientras la adrenalina se desvanecía de mi cuerpo, que algo así me hubiese ocurrido, en ese momento, a mí. ¿Que habría pasado si hubiese cruzado la calle por un paso de cebra distinto, o me hubiese marchado de casa más tarde, o me hubiese ido por una ruta diferente? Y sin embargo, parecía igualmente imposible evitar aquel encuentro con el adversario, que parecía tan predestinado a mí como el dragón de un cuento lo está a su caballero.

El interés y la creencia en la astrología están, según todos los datos, creciendo en nuestra cultura. Los comentaristas y críticos han ofecido diversas explicaciones sobre su resurgimiento, todas ellas interesantes. Pero hay una obvia, y creo que subestimada, razón: que las estrellas son muy reales. Existen a trillones de millas y llegan a nuestro mundo con su radiación. No pueden ser tocadas ni
controladas; sus movimientos gobiernan nuestras estaciones. Son protagonistas de miles de canciones y de relatos y seguirán ahí cuando el último de nosotros esté con el Padre. En el mundo sublunar de la fluctuación y el espectáculo, su belleza (si tienes la suerte de verla alejado de la contaminación lumínica) no puede ser negada ni trivializada ni cambiada. Su presencia nos recuerda que cada momento efímero y contingente es una pieza minúscula del cosmos inmortal.

Los tres magos que visitaron a Cristo eran, según la leyenda al menos, astrólogos. Una estrella había surgido en el cielo, anunciando el nacimiento del Rey de los Judíos y así, dejaron su propia tierra para prestarle adoración. Según Mateo:

Cuando hubieron escuchado al rey Herodes, salieron y allí, sobre ellos, estaba la estrella que habían visto, hasta que paró sobre el lugar donde estaba el niño. Cuando vieron que la estrella había parado, se llenaron de alegría. Al entrar, vieron al niño con María, Su madre y, arrodillándose, le adoraron.

Qué incidente más extraño -encontrarse en medio de un drama cósmico, adivinar correctamente los designios de las antiguas estrellas. Y entonces, después de toda la solemne peregrinación, llegar a una escena tan común -un bebe y su madre. El evangelio mismo no percibe discrepancia alguna. Quedaron llenos de alegría al ver que la estrella había parado. No formularon preguntas y vaciaron sus alforjas. ¿Era confianza en la estrella? ¿O ya percibieron en la carne del bebé la presencia inconfundible de la realidad, de la realidad que podría avergonzar a las estrellas?

No hay una manera especialmente buena de cerrar la historia de que te atropelle un coche, porque no hay ninguna moraleja. Significó algo para mí, pero eso no quiere decir que significase algo en sí mismo. Si acaso, el puzzle es cómo reconciliar un incidente tan banal con el sentimiento de haber pasado por algo extraordinario. La respuesta, por supuesto, es la muerte, el adversario predestinado, el principio de realidad para todas las criaturas bajo la luna. Era la muerte que pasaba la que electrificó mi mano.

En un momento diferente de mi vida, he perseguido los encuentros con la muerte -no al modo suicida, sino esperando simplemente ese toque electrificante. Como muchos otros, he pasado tiempo lanzando mi alma frente a los coches, metafóricamente hablando, esperando encontrarme algo real. Pero la muerte no es la verdad suprema. El conquistador de la muerte es real, la Palabra hecha carne. Por Él fueron hechas las estrellas, por nosotros se convirtió en el sujeto de sus designios. Vino al mundo para que tuviésemos vida, abundante y para siempre. Aparece en tiempos comunes e incongruentes y merece la búsqueda de la vida si, en un momento cataclísmico, le encontramos y le adoramos. 

Por Clare Coffey. Traducido del National Catholic Reporter

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