El Dios crucificado
El tema del Dios crucificado está presente en la primera de las novelas de la Trilogía de la noche titulada La noche,
del escritor judío Elie Wiesel, Premio Nóbel de la Paz en 1986 y
superviviente de los campos de concentración de Auschwitz y Buchenwald,
donde fueron asesinados su padre, su madre y su hermana menor. En dicha
novela hace un relato patético y estremecedor del que fue testigo: “La
SS colgó a dos hombres judíos y a un joven delante de todos los
internados en el campo [de concentración]. Los hombres murieron
rápidamente, la agonía del joven duró media hora. ‘¿Dónde está Dios?
¿Dónde está Dios?’, preguntó uno detrás de mí. Cuando después de largo
tiempo el joven continuaba sufriendo, colgado del lazo, oí otra vez al
hombre decir: ‘¿Dónde está Dios ahora?’. Y en mí mismo escuché la
respuesta: ¿Dónde está? Aquí. Colgado del patíbulo”.
En una de sus cartas desde el cautiverio, la dirigida el 16
de abril de 1944 a su amigo y posterior editor Eberhard Begthe, Dietrich
Bonhoeffer, teólogo mártir del nazismo, vuelve sobre el tema ofreciendo
otra imagen de Dios muy alejada de aquella que lo sitúa en el cielo
disfrutando de una pacífica y eterna vejez. “Dios clavado en la cruz
—afirma— permite que lo echen del mundo […]. Dios es impotente y débil
en el mundo, y solo así Dios está con nosotros y nos ayuda […]. Cristo
no nos ayuda por su omnipotencia, sino por su debilidad y sus
sufrimientos”.
En un texto de 1978 de gran profundidad teológica, el
teólogo Ignacio Ellacuría, asesinado el 16 de noviembre de 1989 en San
Salvador junto con cinco compañeros jesuitas y dos mujeres salvadoreñas
colaboradoras en el servicio doméstico, historifica la idea del Dios crucificado y la traduce en la experiencia de el pueblo crucificado. Desde entonces, dicha expresión se convirtió en categoría mayor de su teo-política de la liberación
y en el principal signo de los tiempos. Se refiere a todos los pueblos a
quienes los poderosos siguen despojando de su dignidad y arrebatándolos
la vida prematura e impunemente.
Albert Camus afirmaba no conocer a ninguna persona que
hubiera dado la vida por defender el argumento ontológico de Anselmo de
Canterbury. Quizá tampoco por creer en el Dios motor inmóvil de
Aristóteles, idea utilizada por Tomás de Aquino para demostrar
filosóficamente la existencia de Dios, ni en el Dios sustancia infinita,
eterna y dotada de los atributos de la independencia, la omnisciencia y
omnipresencia —todos terminados en CIA—, de Descartes. Yo tampoco la
daría. Como diagnosticara Nietzsche en Así habalaba Zaratustra y La gaya ciencia,
ese Dios está muerto y bien muerto. El propio Camus reformula el
principio cartesiano “pienso, luego existo” como “me indigno, luego
existimos”, existimos en cuanto seres humanos sufrientes e indignados
por la injusticia.
Hay otras imágenes más creíbles de Dios y más acordes con
los acontecimientos que celebra el cristianismo estos días. Una es la
propuesta metafóricamente por el intelectual portugués Boaventura de
Sousa Santos: el Dios activista de los derechos humanos,
que es un Dios subalterno y se enfrenta con el Dios invocado por los
opresores. Otra es la imagen de José Saramago: “Dios es el silencio del
universo y el ser humano la voz que da sentido a ese silencio”. En esas
imágenes sí se puede creer. De las otras me declaro ateo.
Por Juan José Tamayo. Publicado en El País
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